30.12.13

 

El sábado regresé a mi parroquia anterior. No suelo ir demasiado. Mejor, apenas la piso. Pero hay ocasiones en las que resulta imposible el resistirte.

Teresa tenía doce años recién estrenados, unos padres encantadores, un hermano y unos cuantos tíos, primos y muchos amigos. Una sonrisa abierta y feliz y una vida por delante. Un infarto fulminante la sacó de este mundo. Terrible, más aún cuando hace ahora veinticinco años que murieron de la misma forma y en el mismo día dos hermanos de su madre con apenas veinte años. No sabes por qué la tragedia en ocasiones se ceba en algunas familias. Hace veinticinco años aquellos dos hermanos en el mismo día. Ahora Teresa, con apenas doce primaveras.

Me golpeó la noticia. En su día presidí el matrimonio de sus padres y celebré su bautizo, así como posteriormente el de su hermano. Conozco bien a toda la familia, con un recuerdo especial, por qué no dar nombres, para la abuela Angelita, fallecida hace dos años, una mujer de fe sencilla y profunda que supo aceptar con ejemplar resignación la muerte de los hijos y posteriormente la de su esposo, y transmitir esa misma fe a toda la familia.

No son momentos para tratar de explicar nada. Celebró la misa el párroco y quise concelebrar con él. Palabras para los padres no me salieron. Eso sí, nos dimos un abrazo enorme y lloramos juntos, mientras me decían que tenían el consuelo de que la abuela Angelita cuidaría de Teresa en el cielo.

No, por favor. No me vengan ahora con un tratado de teología sobre el purgatorio, los novísimos, la pena temporal, el reato. Cuando ocurre algo así es el momento de llorar juntos, reconocer que nos faltan palabras y que las que conocemos de siempre se nos quedan cortas. Es momento de volver a la fe más sencilla, a la que aprendimos de niños, confiar en la misericordia de Dios y pensar en el cielo donde la Virgen, esa Virgen del Espinar que tanto quieren y tanto les quiere, cuidará de Teresa por siempre.

Seamos claros. Hay muertes y muertes. Que se vaya la abuelita con ochenta y tantos, noventa años, es ley de vida, y duele pero se acepta con serenidad como algo que tiene que ser. Cuando la muerte se lleva a un niño, un joven, y especialmente en determinadas circunstancias, se rompen todos los esquemas. Fácil predicar sobre el sentido de la vida y la muerte cuando esta nos llega de forma digamos natural. Complicadísimo encajarla cuando se rompen todos los esquemas. En esos casos cada vez predico menos. Me limito a llamar a la confianza en Dios que nunca nos deja solos, a invitar a la oración común y a llorar con una familia que en ese momento anda sobrada de palabras y necesitada de abrazos.

Teresa, de parte de tu antiguo párroco, el que te bautizó, un beso. Y otro de mi parte, y muy fuerte, para la abuela Angelita.