En condiciones normales lo usual es que los hijos se sientan
agradecidos por los padres que les dieron la vida, que
reconozcan en sí mismos rasgos dignos de toda consideración
que de ellos heredaron. Nada más hondo desde el punto de vista
humano que estos lazos de sangre que vinculan a unos y a
otros. Si las enseñanzas que impregnan las primeras etapas de
la vida, para bien y para mal, dejan una huella imborrable, es
fácil comprender que cuando los progenitores son santos el
alcance de aquéllas para la prole sea inconmensurable. Teresa
de Lisieux tuvo esa gracia. De ahí que dijese: «
Dios me ha
dado un padre y una madre más dignos del cielo que de la
tierra».
El 19 de octubre de 2008 Benedicto XVI elevó a
los altares a este virtuoso matrimonio. Ninguno de los dos
pudo ingresar en la vida religiosa, como desearon, aunque
acudieron a sendas órdenes. Luís tocó la puerta del monasterio
del Gran San Bernardo, en los Alpes, y Celia la de las Hijas
de la Caridad de San Vicente de Paúl. La misión de ambos era
otra: convertirse en ejemplos de amor y fidelidad conyugal
vinculados por la misma fe, y formar una familia en la que
sobresalió la benjamina. Porque Teresa bebió de ellos el
néctar de su caridad y con tan formidable pilar, junto a la
gracia de Cristo y su entrega personal, alcanzó la santidad.
Luís, segundo de cinco hermanos, nació en Burdeos, Francia,
el 22 de agosto de 1823. Su padre era capitán del ejército.
Eso hizo que durante un tiempo tuviese que vivir en distintos
lugares hasta que se afincaron en Alençon. No eligió la
carrera militar como él, y quizá debido a su temperamento
reflexivo y discreto, amante del silencio, sopesó la opción de
aprender un oficio, eligiendo el de relojero. Su formación se
había iniciado con los Hermanos de las Escuelas Cristianas.
Luego obtuvo las herramientas precisas para su profesión en
Bretaña, Rennes, Estrasburgo, el Gran San Bernardo y París.
Con 22 años se propuso consagrarse. Pero tenía una seria
dificultad con el latín y de su aprendizaje dependía su
admisión en el monasterio. Lo intentó con verdadero esfuerzo,
pero no consiguió dominar la disciplina, y este sueño quedó
atrás. Se instaló en Alençon y regentó su relojería. Era
sociable y tenía muchos amigos con los que compartía diversas
aficiones. La vertiente espiritual siempre viva en él hallaba
eco en el círculo Vital Romet integrado por jóvenes creyentes
que eran dirigidos por el abate Hurel. También era miembro de
las conferencias de San Vicente de Paúl. Pudo haberse casado
con una joven de elevada posición social, pero eludió este
compromiso. Vendió una propiedad y adquirió una casa. En ella
colocó una imagen de María que le habían obsequiado. Es la
conocida «Virgen de la Sonrisa», que la familia trasladó a
Buissonnets, en Lisieux.
Celia nació en Gandelain, Orne, Normandía, el 23 de
diciembre de 1831. Era la mediana de tres hermanos. La
primogénita fue monja de la Visitación. En cuanto a Isidore,
el benjamín, hizo las delicias de la casa, un extremo que
apenó a la beata al ver cómo recaían en este único varón todas
las atenciones maternas. De modo que tuvo una infancia y
juventud dolorosas debido, en parte, al carácter de los
padres, pero acentuada también por su sensibilidad. Confío
este sentimiento a su hermano sin rubor, reconociendo que para
ella esos años fueron: «tristes como una mortaja, pues si
mi madre te mimaba, para mí, tú lo sabes, era demasiado
severa; era muy buena pero no sabía darme cariño, así que
sufrí mucho».
Residía en Alençon desde la jubilación de su padre. Tras su
muerte, la madre fue incapaz de regentar el negocio, un bar, y
la falta de recursos económicos afectó a todos. Celia recibió
instrucción de las religiosas de la Adoración perpetua que le
enseñaron a realizar un primoroso encaje muy valorado en la
ciudad. Se dedicó a esta labor porque el día de la Inmaculada
de 1851 escuchó esta locución divina: «Debes fabricar
punto de Alençon». Fracasado su anhelo de consagrarse,
entendió que estaba destinada por Dios al matrimonio. A su
vez, la madre de Luís se había fijado en ella; la consideraba
ideal para ese hijo que veía iba cumpliendo años sin pensar en
su futuro. Los dos se conocieron un día al cruzar el puente de
San Lorenzo. Y tres meses más tarde, el 13 de junio de 1858,
se casaron.
De común acuerdo, durante diez meses vivieron como
hermanos, en una perfecta castidad conyugal, hasta que el
confesor les recordó el gesto generoso de dar hijos a Dios.
Tuvieron nueve; cuatro fallecieron de forma prematura. A los
45 años a Celia se le detectó un tumor maligno. No sobrevivió
mucho tiempo a este diagnóstico; murió el 28 de agosto de
1877. Luís, que entonces tenía 54 años, continuó sacando
adelante a los hijos, aunque ya hacía tiempo que había dejado
su trabajo para apoyar el negocio de bordado, y estaba
implicado en su educación. Siguió infundiéndoles la vida de
piedad que había llevado junto a Celia: oraciones, rezos,
asistencia a misa, confesión, actividad incesante en la
parroquia… Acompañó a sus hijas al umbral del convento, y
afrontó el dolor de separarse de Teresa, que tenía 15 años
cuando se hizo religiosa. En las cartas de la santa se
constata la progresiva disminución de facultades mentales que
su querido padre fue sufriendo hasta fallecer en el sanatorio
de Caen, donde estaba internado, el 29 de julio de 1894.
La madre había manifestado en una ocasión: «No vivíamos
sino para nuestros hijos; eran toda nuestra felicidad y
solamente la encontrábamos en ellos». Y siendo así, Luís
entregó generosamente a Dios a sus cinco hijas, diciendo: «Ven,
vayamos juntos ante el Santísimo a darle gracias al Señor por
concederme el honor de llevarse a todas mis hijas». Ciertamente,
ambos son un ejemplo para todos los padres.