Ángelo Giuseppe, internacionalmente conocido por su afabilidad
como el «papa bueno», nació el 25 de noviembre de 1881 en
Sotto il Monte, Bérgamo, Italia. Era el cuarto de trece
hermanos de una humilde familia de fervorosos campesinos.
Creció arropado por las hondas convicciones religiosas del
clan Roncalli. Su tío y padrino Zaverio influyó notablemente
en su formación espiritual. Ingresó en el seminario de Bérgamo
en 1892.
En 1895 comenzó a redactar su extraordinario
Diario del alma mientras realizaba ejercicios
espirituales. No solo consignó en él buenos propósitos sino
que, al ser fiel a ellos, arrebató para su vida un cúmulo de
bendiciones. Incluyó pautas cotidianas de oración, reflexión,
examen de conciencia, lectura de libros piadosos, rezo a
María, de la que fue devoto, etc. Un programa minucioso que
iba ampliando atendiendo al mes, al año, y en todo tiempo,
caracterizado por la concisión en cuanto a las prácticas de
las virtudes en las que juzgó debía progresar. Se encomendaba
a sus santos preferidos, que eran junto a Bernardino, Luís
Gonzaga, Estanislao de Kostka y Juan Berchmans, todos adalides
de la pureza a la que aspiraba. Entonces advirtió que le
conduciría al altar la «vida oculta, oración y trabajo.
Orar y trabajar, trabajar orando».
El Diario muestra su extraordinaria sensibilidad
plasmada en su amor a Cristo, a la Iglesia, a su familia y al
género humano: «cualquier forma de desconfianza o de trato
descortés con alguien –sobre todo, si se trata de débiles,
pobres o inferiores–, cualquier dureza o irreflexión de juicio
me procuran pena e íntimo sufrimiento». Revela la
conciencia de su propia indigencia –«el Miserere por mis
pecados debería ser mi plegaria más familiar»–, la
humildad y generosidad de un alma nobilísima, dispuesta a
conquistar la santidad: «el pensamiento de que estoy
obligado, como mi tarea principal y única, a hacerme santo
cueste lo que cueste, debe ser mi preocupación constante; pero
preocupación serena y tranquila, no agobiante y tirana».
En suma, el Diario revela la trayectoria vital y
espiritual de este gran hombre de Dios. Es uno de esos textos
que, por su enseñanza, merecen estar en la cabecera de
cualquier persona.
Becado en 1901 por la diócesis de Bérgamo, prosiguió su
formación en el Pontificio seminario romano. Mientras
aguardaba el momento de su ordenación, que se produjo en 1904,
cumplió el servicio militar. En 1905 fue designado secretario
del obispo de Bérgamo, Giacomo María Radini Tedeschi, misión
que simultaneó como profesor en el seminario de diversas
disciplinas y otras acciones pastorales y apostólicas.
Comenzaba a ser reconocido como excelente predicador y
reclamado por diversas instituciones católicas. Monseñor
Radini murió en 1914, y al año siguiente el futuro pontífice
tuvo que partir al frente actuando como sargento sanitario y
capellán de los combatientes heridos en la batalla.
Culminada la Primera Guerra Mundial, creó la «Casa del
estudiante» y desempeñó una gran labor entre los alumnos. Fue
director espiritual del seminario en 1919, y a partir de
entonces su carrera diplomática fue imparable. Presidió el
consejo central de las Obras pontificias para la Propagación
de la Fe, fue visitador apostólico y obispo de Bulgaria con
sede en Areópoli, delegado apostólico en Turquía y Grecia,
nuncio apostólico en París, y finalmente, cardenal y patriarca
de Venecia en 1953. En estas relevantes misiones fueron
evidentes su sencillez y apertura, así como su carácter
respetuoso y dialogante. Era un observador excepcional y supo
actuar con prudencia y tacto en todos los momentos delicados
que se le presentaron. Ya entonces acogió a miembros de otras
religiones. A su paso fue dejando copiosos frutos, apaciguando
los ánimos entre el clero y el estamento diplomático. En la
Segunda Guerra Mundial ayudó a muchos judíos proporcionándoles
el «visado de tránsito». Siempre tuvo presente el fiat
evangélico: «Basta la preocupación por el presente; no es
necesario tener fantasía y ansiedad por la construcción del
futuro».
Cuando en 1958, contando ya 77 años, fue elegido pontífice,
nadie pudo imaginar –y menos él mismo– que su pontificado iba
a suponer un hito de insondables proporciones en la Iglesia. «No
puedo mirar demasiado lejos en el tiempo», decía. Sin
embargo, en cinco años escasos fue artífice de una renovación
sin precedentes. «Obediencia y paz», el lema que
escogió cuando fue nombrado obispo de Bulgaria, seguía
animando su vida que le urgía al amor. No se olvidó de los
enfermos, especialmente de los niños, ni de los presos a los
que confortó visitándoles, portando con su testimonio el
evangelio de la mansedumbre, de la alegría evangélica y de la
generosidad. Fue un intrépido apóstol, creativo, innovador…
Con ese gesto de paz que le acompañó abría sus brazos a todos.
Pero fue también un papa firme. No dudó en cercenar de raíz
formas de vida de la curia que juzgó impropias de su
condición, logró que se respetasen los derechos laborales de
los empleados del Vaticano, designó cardenales a miembros de
países lejanos del Oriente y de América, algo novedoso en la
Iglesia, etc.
A los tres meses de pontificado convocó el Concilio
Vaticano II, y poco después mantuvo un encuentro con el
arzobispo de Canterbury. El Concilio se inició el 11 de
octubre de 1962 y con él franqueó la puerta al ecumenismo.
«Lo que más vale en la vida es Jesucristo bendito, su santa
Iglesia, su Evangelio, la verdad y la bondad», dijo antes
de morir. Había querido renovar la Iglesia con el fin de que
pudiese afrontar su misión evangelizadora en la etapa moderna
en la que estaba inserta con este luminoso criterio: fijarse
«en lo que nos une y no en lo que nos separa».
Escribió ocho encíclicas, entre otras, la Pacem in terris
y Mater et Magistra. En mayo de 1963 se conoció
el funesto diagnóstico: cáncer de estómago. Murió el 3 de
junio de ese año en medio de la consternación del mundo que le
amaba profundamente. Juan Pablo II lo beatificó el 3 de
septiembre de 2000 indicando que su fiesta se celebrase el 11
de octubre. Francisco lo canonizó el 27 de abril de 2014.