Homo Gaudens

 

¿Católico y Provida? Una reflexión incómoda

 

 

13/04/2018 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

Escribo este artículo teniendo muy en cuenta mis años de voluntario provida, actividad que tuve que suspender porque así lo exigían obligaciones familiares más acuciantes. Hablo un voluntariado que pertenece a un pasado reciente y del cual guardo un recuerdo muy satisfactorio. En todo caso, la preocupación por la vida sigue estando entre las más hondas de mis inquietudes y no se me pasa un solo día sin que la actualice en mi pensamiento y en mis oraciones.

Antes de ofrecer las ideas sobre la reflexión anunciada en el título, me gustaría dejar bien sentado algo que pertenece a esa experiencia a la que aludo. Uno de los criterios que me ha servido de guía y he procurado llevar a rajatabla es el de no juzgar a nadie. Además de ser un precepto evangélico –“no juzguéis” (Mt 7, 1)- válido con carácter general, es una recomendación psicológica imprescindible cuando hay que tratar con personas a quienes la vida ha vapuleado y herido hasta extremos insospechados.

Arrancando de ahí, puedo decir que durante esos años de voluntario provida jamás se me ha pasado por la cabeza, ni ahora tampoco, mostrar alguna oposición por su embarazo a la mujer embarazada que hemos atendido, haya dudado o no entre abortar o llevar adelante la nueva vida del hijo, sean cuales hayan sido las circunstancias atravesadas y sea cual sea su estado o modo de vida. No lo he hecho yo, no he visto que lo haya hecho ninguna de las personas con las que me he movido y ni por lo más remoto se ha deslizado algo así en ninguna de las intervenciones que he oído en encuentros o asambleas en las que he participado, locales y nacionales. Al contrario, en todos los casos que he presenciado o en los que he podido echar una mano, los esfuerzos (en ocasiones cargados de mucha dureza) se han dirigido a abrir puertas y quitar obstáculos para que el embarazo pudiera llegar a feliz término: palabras de ánimo y de cercanía, felicitaciones en cada parto y ayudas de todo tipo. No puede ser de otra  manera. Bastante sufrimiento soporta cualquier mujer que se plantea abortar como para que además los de fuera pudiéramos aumentar su presión con palabras o actitudes que pudieran resultar incómodas. En esas situaciones toda palabra o todo gesto que no sean balsámicos están de más.

Ahora bien, dicho esto, también hay que decir que, en mi opinión, doctrinalmente, no acabamos de hacer las cosas bien. Me refiero a los voluntarios que somos a la vez miembros activos dentro de la Iglesia. Es sabido que los cristianos nos debemos al amor a Dios y a nuestros hermanos, y no tenemos otra ley mayor. Esta es la caridad cristiana, esta es la ley del amor, pero entiéndase bien, amor en la verdad. Cáritas sí, pero “caritas in veritate”. El amor a Dios y a los hermanos conlleva, necesariamente el amor a la verdad y la verdad, en estos casos, se nos manifiesta en tres frentes: una vida incipiente que está en riesgo y hay que salvar, una mujer en dificultades a quien hay que acoger y ayudar, y, en tercer lugar, unas exigencias morales objetivas derivadas de nuestra fe que no podemos desoír: los preceptos del Decálogo, un código moral en el que se nos indica de manera explícita la voluntad de Dios. En estas circunstancias hay que hilar fino, pero no caben componendas. “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor de Dios: en que guardemos sus mandamientos” (1ª Jn 5, 2-3). Las atenciones que hay que dar a las embarazadas tentadas por la “solución” inmediata del aborto no pueden entrar en colisión con la doctrina moral católica, que ha de ser salvaguardada. Las atenciones deben ser concretas, personalizadas y llenas de acogida, como acabo de decir, mientras que la doctrina es genérica y abstracta. La doctrina está para formar conciencias, que luego cada uno concretará cuando le llegue el caso, si le llega. La doctrina es como el Derecho, establece principios y normas con los cuales podemos formarnos criterios. Y la aplicación de la misma a algunos casos concretos es lo que digo que no veo bien encaminado.

¿A dónde quiero ir a parar con todo esto? A un hecho que vengo observando desde hace tiempo, y es que en medios de comunicación católicos e incluso dentro de las propias instituciones de la Iglesia se da el siguiente caso: Aparece una madre soltera, que ha tenido a bien sacar adelante a su hijo renunciando al aborto y se la toma como ejemplo de mujer, se le honra con toda clase de parabienes y se propone su caso como modelo a seguir para otras chicas en situaciones similares. Pues eso tampoco. No seré yo quien acuse a nadie de nada, ni me parecería bien que otros lo hicieran, pero las cosas hay que verlas en su totalidad, sin parcialidades y sobre todo sin ocultar ni recortar la verdad. Es verdad que hay situaciones y situaciones, y no es lo mismo que el embarazo sea el resultado de una violación o un engaño a que sea el fruto amargo de una noche loca o de cualquier jugueteo erótico-lujurioso. En esta situación última quiero hacer hincapié.

Por supuesto que es de alabar que una joven lleve a feliz término su embarazo, faltaría más, pero cuando ese embarazo procede de una actuación irresponsable, el parto no borra ni anula la irresponsabilidad con la que el embarazo se produjo. El neonato ni absuelve ni disuelve los pecados de fornicación y/o de adulterio. Una fornicación o un adulterio son demasiado graves y demasiado serios como para pensar que pueden hacerse desaparecer mediante el olvido o el silencio. ¿O es que hay pecados que caducan, como los alimentos, con el tiempo? No digo que un aborto voluntario sea equivalente a una fornicación, pero la mayor gravedad del primero no anula gravedad de la segunda. Una cosa es ayudar y animar a la madre a tener a su hijo evitando la muerte de este por aborto, y otra muy distinta disimular su conducta irresponsable y pecaminosa como si no tuviera ninguna importancia. Cuando a una madre se le dice, como se oye repetidamente en medios de titularidad católica, “enhorabuena, valiente”, “eres un ejemplo”, etc., lo que se dice es verdad, pero es solo una parte, no la verdad completa y si no le dice en su integridad, se le está ocultando una parte de verdad a la cual la interesada tiene derecho.

Cualquiera entiende que esta otra parte no es para tratarla en un medio público, pero tampoco se puede dar a entender que no hay nada más que decir que palabras lisonjeras. Además de estas, alguien de forma discreta y prudente tendrá que hacerle entender la verdad completa, cuando sea. Con el mayor afecto que se pueda, con todo el tacto del mundo, con mano izquierda o derecha, cuando proceda, pero lo que no se puede hacer es dejarla en la ignorancia y en la oscuridad porque “la ignorancia y la oscuridad se crearon para los criminales” (Eclo 11, 16), no para las personas de bien y menos aún para los hijos de Dios.

La cosa no queda aquí. Cuando a una mujer se la arropa cubriéndola de felicitaciones y buenos augurios, hay al menos dos cuestiones que, estando presentes, pasan a segundo plano como si fueran cuestiones menores. Y no lo son. Ambas tienen un peso y unas consecuencias lo suficientemente grandes como para que quien tiene responsabilidad en estos temas, no se olvide de ellas. Una es la circunstancia de ausencia de padre, que suele ser bastante habitual. En una cantidad elevada de casos el padre desaparece de la escena cuando la mujer decide seguir adelante con su embarazo. La otra gran cuestión es el tema del perdón. La primera es una gran falla que se acusará en varios campos, sobre todo en el psicológico, tanto en la persona de la madre como la del hijo. La segunda recae solo sobre la madre, es de tipo moral y tiene un enorme peso, se trata del perdón.

En cuanto a la ausencia de un padre, parece como si esa ausencia fuera fácilmente remediable, o como si no importara demasiado que haya o no haya padre. ¿Cómo se puede pasar por alto el hecho de que alguien nazca sin que su padre le esté esperando? ¿No es de lamentar el previsible futuro que le espera a la pobre criatura que llega a este mundo sin la figura de un padre, que es imprescindible para crecer y desarrollarse? ¿O es que todo consiste en nacer? La criatura que se ha librado del aborto se ha salvado de la condena mayor, pero nace con otra que no es pequeña, una condena de por vida, la de vivir sin la sombra de un padre que le sirva de cobijo. ¿Acaso da lo mismo tener padre que no tenerlo?

Digamos ahora algo de la segunda cuestión, el perdón. No me referiré al perdón en esta situación de embarazo imprevisto, sino al perdón en general. “Per-don” quiere decir, literalmente, don rebosante y copioso, derroche de don, lo cual significa que es algo dado a otro, o recibido de otro. (Es verdad que con frecuencia hablamos del perdón a uno mismo, pero el perdón, como tantas otras realidades humanas -la conversación, el amor, el respeto, la confianza…- solo encuentra su plenitud cuando hay alteridad, es decir, en un ámbito relacional. Cuando de pedir perdón se trata, desde el punto de vista de la relación, nadie puede perdonarse a sí mismo, siempre hemos de ser perdonados por otro).

Toda ofensa complica y enturbia la relación entre ofensor y ofendido, a veces deteriorándola, a veces rompiéndola, a menudo produciendo dolorosas heridas. Cuando la ofensa es grave, ese deterioro o esa ruptura solo pueden restaurarse con el perdón, venga este por el camino que venga. Por otra parte, si los vínculos que nos unen son estrechos y la relación es ineludible (por parentesco, vecindad, compañerismo, etc.), comoquiera que el perdón no siempre es fácil de ponerlo por obra, ni siempre estamos dispuestos a pedirlo o a darlo, no es raro que optemos por una componenda que actúa a modo de sucedáneo. La componenda consiste en no pedir perdón, y a cambio de no pedirlo, tratar de arreglar el roto con una nueva acción de bondad ostensible. Dicho en forma coloquial: no te pido perdón por el mal que te hice, pero para que podamos seguir con la relación que nos obliga, te lo compenso con una buena acción. ¿No te quejarás, no?

En la vida cotidiana se presentan muchas situaciones en las que se entiende que pueda estar justificada la queja y en otras el silencio y el aguante, pero esa componenda de compensación no puede estar justificada nunca, a no ser que vaya unida a la petición de perdón, o bien que se esté dando a entender con toda claridad que esa es la manera de pedir perdón.

Actuar bien después de haber hecho el mal con el fin de compensar o reparar el mal realizado es lo que conocemos como expiación, lo cual pertenece a la virtud de la justicia y resulta además psicológicamente muy saludable. Pero no puede haber expiación sin perdón previo y no puede haber perdón sin arrepentimiento manifestado en un acto relacional, sea con petición directa o indirecta. Una buena acción no borra la maldad de otra. Ningún pecado desaparece compensado por un acto contrario por más virtuoso que sea. Ni la limpieza de la conciencia ni su tranquilidad pueden ser el resultado de equilibrar una serie de actos malos con otros buenos, porque tal equilibrio no existe; el bien no se equilibra nunca con el mal, del mismo modo que no se puede equilibrar el ser con la nada, o el peso con el antipeso, porque el antipeso o la nada son cosas que no existen. Valga un ejemplo: una agresión que se quisiera compensar con una caricia no deja el contador relacional a cero, ni el moral tampoco y menos aún el psicológico. Volviendo al tema que nos ocupa: un pecado de adulterio o de fornicación no se limpian sacando adelante un embarazo, y esto es lo que se está dando a entender cuando nos volcamos en alabar conductas irresponsables, frívolas y/o pecaminosas porque la mujer ha decidido no abortar.

Quizá una de las causas por las que pasamos por alto esta cuestión, radique en el estatuto de derecho individual y de inocuidad en el que hemos colocado a la fornicación, la cual goza de una tolerancia social casi absoluta. La fornicación ha adquirido carta de uso social, de normalización como divertimento placentero y sin riesgos (lo cual es falso en varios sentidos), pero lo cierto es que aunque no se derive embarazo, se cobra una factura moral y psicológica muy alta, aunque solo sea por lo que tiene de atentado contra sí mismo, que, por otra parte, no es el único daño. San Pablo enseña con toda claridad que “cualquier pecado que cometa el hombre queda fuera de su cuerpo, pero el que fornica peca contra su propio cuerpo” (1ª Cor 6, 18). Se sepa o no, se acepte o no, tanto para el creyente como para el no creyente la fornicación tiene consecuencias internas muy dañinas, con el añadido de que para el católico conlleva una importante carga de pecado, cuya gravedad viene explicitada con reiteración en la Sagrada Escritura y en la enseñanza de la Iglesia. Puede comprobarse acudiendo al Catecismo, que habla de ella en varias ocasiones, especialmente en los puntos 1755 y 2353.

Alguien pensará que esta claridad de doctrina cuando hay que transmitirla es antes de que los jóvenes comiencen a tener relaciones sexuales. Yo también lo pienso. Efectivamente, la educación moral que la Iglesia sostiene en el campo de la sexualidad hay que comenzarla desde la infancia y, sobre todo, en la familia. Pero a muchos, a muchísimos niños y jóvenes bautizados, esa enseñanza hoy no les llega ni de lejos. Son multitud los que han recibido mensajes contrarios desde las instituciones educativas y desde el propio ambiente hipersexualizado en que vivimos. Probablemente a una gran mayoría no les quepa responsabilidad moral alguna, por puro desconocimiento, pero a los que formamos la Iglesia y queremos vivir de acuerdo con sus enseñanzas, sí nos cabe. Y luego, además, hay que pensar en otro grupo muy concreto, el de las chicas que habiendo renunciado a un primer aborto, no tienen nada claro que vayan a volver a renunciar a él en embarazos posteriores, los cuales pueden llegar muy fácilmente cuando la fornicación ha tomado asiento en el estilo de vida.

Insisto, toda la atención y todo el afecto con la persona concreta, pero la doctrina debe quedar clara. En definitiva, esto no es sino un ejemplo de algo que Jesucristo enseñó y la Iglesia ha venido practicando a lo largo de toda su historia: la condena del pecado al que hay que llamar por su nombre y la bondad cargada de ternura con quien ha caído en él.