Tribunas

La responsabilidad de los gobernantes ante la construcción de la paz

 

 

Salvador Bernal


 

 

Entre las nostalgias típicas de la Navidad me ha venido el recuerdo de la leyenda sobre la Mujer Muerta que contaban mis abuelas segovianas: la Reina Madre sepultada por la gran nevada cuando intentaba pacificar a sus hijos en guerra…, para que nunca nos peleásemos los hermanos. De fraternidad habló el papa Francisco en Navidad, antes de la bendición urbi et orbi, una constante de su pontificado, en línea con los predecesores.

La Jornada mundial de la paz, instaurada por san Pablo VI, celebró su 50º aniversario hace dos años. En la preparación del próximo 1 de enero, Francisco muestra su deseo de paz para cada uno y para todo el mundo con las palabras del mandato de Jesús a sus discípulos cuando los envió a predicar el Evangelio: “Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros” (Lucas 10, 5-6). En cierto modo, es como el eco del anuncio del Nacimiento a los pastores: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lucas, 2, 14).

Al presentar el documento, el cardenal Turkson, Prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, recordó que todos “tenemos una idea de paz, este anhelo del corazón humano: sabemos qué es, qué caracteriza su presencia y qué la ahuyenta”. Y explicó cómo el mensaje pontificio “menciona algunas causas, como  los ‘vicios de la política’: corrupción, negación del derecho, violencia, ya sea guerra activa o guerra fría, desprecio y abuso de los derechos de las personas (pobres) a la atención médica, al trabajo (seguridad laboral), a la vivienda, a la  educación y a la comunicación, a la alimentación y al agua; a no verse forzado a emigrar o a buscar la paz como refugiado, xenofobia y racismo, abuso del medio ambiente y desastres naturales”.

Pertenece a la Política (con mayúscula), como función y atributo, servir a la paz en el hogar, que está, o puede estar, afligido por esos males. El secretario del dicasterio, Bruno Marie Duffé, señaló que presentar la política como un servicio de paz es otorgarle “una dignidad y una visión”, en una época en que “parece más o menos descalificada, a veces despreciada”.

Ciertamente, la clase política no es la más valorada en los tiempos que corren. Influye también la capacidad, no de resolver problemas, sino de generarlos donde no los hay. Muchas crispaciones y conflictos surgen de errores de gobernantes, desde los líderes de las grandes potencias –me siento dispensado de citar a ninguno por aquello de la "tregua de Navidad"-, a las autoridades locales del último rincón del mundo. Lejos de ser constructores de la paz y la concordia –la tranquilitas ordinis que hizo famosa Agustín de Hipona-, son con demasiada frecuencia sembradores de inquietudes y odios.

Basta ser un buen deportista –no digamos si lo suyo es el baloncesto- para proclamar, como ha hecho Javier Imbroda en El Confidencial Digital, que “para gobernar bien hay que poner sobre la mesa la cabeza, no las vísceras”. No pocos problemas en la res publica derivan de haber sustituido la clásica ordinatio rationis por la voluntad general, que puede, incluso, convertir la democracia en autoritarismo sin apenas límite. Sin regresar al siglo pasado en Alemania, basta pensar en la que ha organizado con el Brexit una exigua mayoría de votos en un referéndum.

Las leyes, además de racionales, se dirigían al bien común, concepto diluido en el de interés general, y que muchos querrían recuperar para el lenguaje y la praxis política. Desde esa perspectiva, la política puede entenderse como servicio real, sin eufemismos, porque la defensa y promoción de la dignidad de la persona y los derechos humanos forma parte de su esencia. Escribe Francisco: "La política es un vehículo fundamental para edificar la ciudadanía y la actividad del hombre, pero cuando aquellos que se dedican a ella no la viven como un servicio a la comunidad humana, puede convertirse en un instrumento de opresión, marginación e incluso de destrucción". La auténtica política fomenta la capacidad de respeto y de escucha, descarta la imposición arbitraria en la solución de inevitables conflictos. Y construye cauces de paz, libertad y consenso.

Bien harían tantos políticos –y periodistas, empresarios, influencers- en repasar las  “bienaventuranzas del político”, propuestas por el cardenal vietnamita Vãn Thuận, fallecido en 2002, y citadas por Francisco:  bienaventurado el político "que tiene una alta consideración y una profunda conciencia de su papel"; aquel "cuya persona refleja credibilidad"; el "que trabaja por el bien común y no por su propio interés"; el "que permanece fielmente coherente"; el "que realiza la unidad"; el "que está comprometido en llevar a cabo un cambio radical"; el que "sabe escuchar"; el político "que no tiene miedo".

Desde esa óptica, puede abrirse una concordia superadora del mero y quizá transitorio pactismo, más o menos interesado. Porque arranca del alma de la persona y del corazón de cada familia. Ciertamente, como titula el papa Francisco su mensaje, La buena política está al servicio de la paz.