Tribunas

Sobre la devoción popular del mes de María

 

 

Salvador Bernal


 

 

Encontré hace unos días un artículo en el diario Avvenire, de Milán, que explicaba, con razones históricas, por qué mayo es el mes de María. Aunque supongo que serán conocidas, para mí ha sido un descubrimiento.

Ciertamente, en algunas ciudades, se adornan las cruces el 3 de mayo, la fecha en que se conmemoraba antiguamente la fiesta del descubrimiento de la Cruz en el Calvario por santa Elena. Pero en el imaginario de muchos cristianos, la devoción popular a la Virgen cuaja en flores a lo largo de todo este mes central de la primavera.

El autor del artículo, Riccardo Maccioni, lleva a la Edad Media, a los filósofos de Chartres en el siglo XII y, sobre todo, al XIII, cuando Alfonso X el Sabio, en las célebres Cantigas de Santa María cantó a la Virgen como rosa de rosas, flor de flores, mujer entre mujeres, señora única, luz de los santos y camino de los cielos. Poco después, el beato Enrico Suso de Constanza, que vivió entre 1295 y 1366 se dirigió a la Señora en sus cuadernos con estas poéticas palabras: “¡Bendita sea la aurora naciente sobre todas las criaturas, y bendita sea la pradera floreciente de rosas rojas de tu hermoso rostro, adornado con la flor de rubí de la Sabiduría Eterna!”. La imagen de la rosa dará nombre a una devoción nacida también en la Edad Media: el Rosario.

Maccioni describe cómo San Felipe Neri enseñó a sus jóvenes a rodear de flores la imagen de la Madre, a cantar sus alabanzas y a ofrecer actos de mortificación en su honor. Se trasladaban a Santa María costumbres nacidas mucho tiempo atrás como cantos de amor humano en la primavera. Surgió así la fiesta del Calendimaggio (calendas, primer día del mes de mayo), a la que pronto se añadieron los domingos y finalmente los demás días del mes. Y se produjo –sintetiza el autor- la difusión de la devoción mariana por todos los rincones de la península, desde Mantua hasta Nápoles.

De todos modos, la configuración de mayo como mes de María se debe a un jesuita, Annibale Dionisi, nacido en Verona de noble estirpe. En 1725 publicó en Parma, bajo el seudónimo de Mariano Partenio, “Il mese di Maria o sia il mese di maggio consacrato a Maria con l´sercizio di varie fiori di virtù proposti a´veri devoti di lei”. La devoción seguiría creciendo de la mano de santos como Luis María Grignion de Montfort o san Juan Bosco, y de las definiciones de los dogmas de la Inmaculada Concepción (1854) y la Asunción (1950). Santo y Maestro fue también Pablo VI, que declaró a la Virgen Madre de la Iglesia en el contexto del Concilio Vaticano II, y publicó el 29 de abril de 1965 su encíclica Mense Maio. Ya con el papa Francisco, esa advocación, Mater Ecclesiae, se convertiría en nueva fiesta litúrgica el lunes de Pentecostés de 2018, si no me falla la memoria.

No es necesario recalcar la continuidad del magisterio pontificio. Al cabo, el amor efectivo a la Madre de Dios de Juan Pablo II se correspondió con su lema episcopal: totus tuus. Lo observan hoy los peregrinos cuando miran hacia el pequeño balcón del ángelus dominical y recalan en el mosaico que se instaló allí en los años ochenta.

He releído recientemente la encíclica del papa polaco Redemptoris Mater, de 1987, en la que explicaba la razón de haber propuesto a los fieles la celebración de un Año Mariano para preparar el nuevo milenio, clave hermenéutica de su pontificado, como es sabido. Y me ha supuesto un redescubrimiento del espacio que dedicó el Concilio Vaticano II a la misión de María en la Iglesia: concretamente, en la única constitución dogmática, Lumen Gentium.

La fe de María puede parangonarse con la de Abraham, pero con una nueva dimensión, la solicitud de María por la humanidad: una misión maternal que no oscurece ni disminuye la única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia, y “esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia... hasta la consumación de todos los elegidos” (cfr. LG 60 y 62). Vale la pena releer la constitución conciliar, para comprender aún mejor por qué la Madre de Dios y de los hombres está en el centro de la Iglesia. Además, Juan Pablo II reconocía la evidente unión mariana con las Iglesias orientales, y me alegra mencionarlo cuando el papa Francisco está en Bulgaria y Macedonia: “Tanta riqueza de alabanzas, acumulada por las diversas manifestaciones de la gran tradición de la Iglesia, podría ayudarnos a que ésta vuelva a respirar plenamente con sus «dos pulmones», Oriente y Occidente”.