El blog de Josep Miró

 

El enigma de la hostilidad hacia los cristianismos

 

 

10 julio, 2019 | por Josep Miró i Ardèvol


 

 

Es una evidencia que existe en nuestra sociedad y en las instituciones políticas, en muchos de los medios de comunicación, una hostilidad con el cristianismo, y más específicamente hacia el catolicismo. Se manifiesta en el hipercriticismo, en su presentación sesgada, al situar el foco en sus yerros y faltas, y en ignorar sus aciertos y buenas aportaciones.

Ante un hecho que, como es frecuente tiene más de una interpretación, se busca el predominio de las más negativas, se deforma la realidad. Se asumen absurdos estereotipos que no soportan la más mínima comparación con la realidad. Así se desencadena una campaña contra la Iglesia en nuestro país, dirigida por El País, con teléfono para delaciones anónimas incluido, para desvelar casos de pederastia; pero no de la sociedad, solo los de la Iglesia.

Se acusa a la Iglesia de inscribir bienes que no son suyos, y se presenta como ejemplo nada menos que la Catedral de Córdoba, así como parroquias y ermitas.

Se la presenta como la Iglesia de los ricos, cuando no es cierto sociológicamente, y los sacerdotes viven humildemente, como mileuristas con jornadas sin fin.

Pero no se refiere a la inmensa labor que hacen con decenas de miles de niños y adolescentes, de como los centros de la iglesia, empezando por las parroquias, acogen todo tipo de actividades, incluidas vecinales, culturales, o de apoyo a alguna causa, alcohólicos anónimos, drogodependientes, y tantas otras, y son focos inagotables de solidaridad tangible, inmediata y desburocratizada. Pero no se trata de hacer un recuento para el que hay datos más que sobrados, sino recordar hechos que reflejan la hostilidad.

Es una concepción que no puede hacerse presente en la vida pública. Se puede razonar desde la perspectiva de género, el feminismo, el marxismo. Se pueden sostener razones desde el kantianismo estricto, postkantianismo, animalismo, veganismo. Se pueden aportar razones desde el islam, para asuntos que son de todos y no atañen a todos. Pero cuando se hable desde el cristianismo, desde la Iglesia, funcionan dos tipos de hostilidades para forzar el silencio: “No nos importan sus razones, forman parte de una creencia privada”; ¿Desde cuándo y por qué es privada una concepción colectiva y pública? O bien, “quieren imponernos sus creencias”. Como si hablar, postular, razonar, proponer, fuera una imposición. Y lo que se dice desde los otros puntos de vista ¿no son imposiciones? ¿Dónde radica la diferencia?

Hay muchas más asimetrías. Por ejemplo, se llevan a cabo actos que ridiculizan u ofenden deliberadamente al emplear imágenes religiosas para usos indecentes, o amedrentan a los cristianos, como cuando se pintan en términos insultantes o amenazadores las paredes de las Iglesias, o se irrumpe en ellas impidiendo una celebración, o cuando un grupo de mujeres se desnuda de medio cuerpo y lanza eslóganes sobre sus ovarios, que estos sí que deberían pertenecer al orden de lo íntimo. Estos tipos de actos son aclamados en nombre de la libertad de expresión, pero cuando algún católico destacado hace oír su voz y cuestiona, por ejemplo, el aborto, debe ser silenciado porque va contra la libertad.

Sí, hay muchos tratamientos que discriminan, o que juzgan desde una pretendida supremacía moral de la increencia: la sociedad es laica dicen, y a partir de ahí enhebrar el discurso para expulsar la voz cristiana, pero es que la afirmación es falsa; la sociedad formada por personas, lo que es, es plural. En todo caso, lo que será neutral, laico no laicista -en los términos que expresa la Constitución- son las instituciones que la representan. Los acérrimos constitucionalistas olvidan y actúan con facilidad contra lo que establecen sus artículos 17 y 27. Y así podíamos seguir. Pero, repito, no se trata de un memorial, sino de intentar razonar sobre el incompresible hecho de la gran hostilidad que algunos políticos, como Ada Colau, representan tan fidedignamente.

Ningún reconocimiento, mucho menosprecio, ofensa, descalificación. ¿Por qué?

La Iglesia y el cristianismo como cultura, recoge y enseña cada día, cada domingo especialmente, a actuar bien, a dar sin esperar recibir, a amar como donación, ha hacerlo no solo con los “tuyos” sino con los “enemigos”, enseña el respeto, la contención, la educación en la virtud, la fidelidad, la verdad, el trabajar con quienes no piensan como tú, el servir. Los que siguen tales máximas, los católicos que quieren vivir como tales, se comportan en el respeto a los demás. Si su práctica fuera general, no tendríamos problemas de natalidad, ni de violencia de género, ni de salvajismos sociales, la participación electoral seria siempre elevada y los resultados escolares mejores. Cito estos que son algunos datos acreditados, pero también en este caso las referencias serían más numerosas. Se podrá argüir, con toda la razón del mundo, que hay católicos que no se comportan así, pero al hacerlo están rompiendo con la propuesta de vida a la que están llamados, y en este sentido, este es un argumento que refuerza la bondad del hecho cristiano, y no constituye un argumento en contra, porque la responsabilidad no está en lo que se le dice que ha de hacer, sino en lo que hace.

Con carácter global, todas las grandes tendencias de lo que hoy puede valorarse como bueno hunden sus raíces en el cristianismo: evitar el despilfarro,  la protección  de la naturaleza, la Creación para el cristiano, la vida sencilla y mejor adaptada a ella en nuestras vidas y en el trato a nuestro entorno, la celebración de la vida familiar, los valores de dignidad y respeto de todas las personas, sea cual sea su estado y condición,  la búsqueda y la realización de la belleza, la celebración de la cultura y la sabiduría, la solidaridad y el destino universal de los bienes, la fraternidad, el bien común, el perdón y la redención. Todo esto y mucho más es la traducción a la vida secular del hecho cristiano. Es más, en algunos, bastantes, de estos vectores sin su raíz cristiana, o se pervierten o mueren. Es lo que está sucediendo en nuestra sociedad con el espíritu del perdón, que va desapareciendo, o el del amor entendido como acto de donación gratuito, que cada vez se confunde más con el acto de posesión del otro, en razón de lo que me da o me niega, es decir, amor limitado a la concupiscencia.

Tengo para mi que esta hostilidad hacia lo cristiano, como hecho social, es algo así como dispararse a ambos pies y además dejar que se desangren. Claro que la vocación kamikaze es un signo también de lo humano, como todo sectarismo, pero la gente razonable, la mayoría con independencia de sus creencias debería compartir el propósito de que una gran acción que puede ayudarnos a salir de las mayores dificultades en la que nos encontramos y las que nos amenazan el futuro, es aquella que comporta la normalización de la concepción cristiana y de su cultura en la vida social, en la vida pública. Quien quiera seguir esta fe que lo haga. Esta sí es una cuestión personal, pero escuchemos sus razones con atención y respeto   porque gran parte de las respuestas están en ellas.