Tribunas

La doctrina sobre la sinodalidad de la Iglesia ha de evitar el riesgo del clericalismo

 

 

Salvador Bernal


 

 

 

El caminar juntos, propio de la sinodalidad –“camino que Dios espera de la Iglesia en este tercer milenio”, en frase del papa Francisco-, no lleva necesariamente a soluciones cerradas o unívocas: la identificación con Cristo de los fieles no impide la diversidad y el pluralismo.

Como es sabido, la palabra “sinodalidad” no aparece en los textos del Concilio Vaticano II. Pero, en cierto modo, es una conclusión teológica de los grandes principios, ciertamente innovadores dentro de la tradición, de la Constitución dogmática Lumen Gentium, que configuró la Iglesia como pueblo de Dios, ligado con los vínculos poderosos derivados de la communio, que evoca “el ideal de las primeras comunidades cristianas, donde los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32)” (Evangelii Gaudium, 31).

En ese número de la exhortación apostólica de 2013, Francisco subraya la responsabilidad del obispo de “fomentar la comunión misionera en su Iglesia diocesana”, descrito expresamente como “una comunión dinámica, abierta y misionera”; de ahí la necesidad de “alentar y procurar la maduración de los mecanismos de participación que propone el Código de Derecho Canónico y otras formas de diálogo pastoral, con el deseo de escuchar a todos y no sólo a algunos que le acaricien los oídos”. Con una precisión importante, a mi juicio: “el objetivo de estos procesos participativos no será principalmente la organización eclesial, sino el sueño misionero de llegar a todos”.

El primer gran documento del papa -si se tiene en cuenta que la anterior encíclica Lumen Fidei fue escrita en colaboración con su predecesor Benedicto XVI-, refleja lógicamente la riqueza de los trabajos de la asamblea del sínodo de obispos dedicado a “La nueva evangelización para la transmisión de la fe”, celebrado en octubre de 2012. Francisco subraya desde el comienzo ese gran objetivo de los pontífices del siglo XX: “Quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años”.

Una de las grandes aportaciones del último concilio ecuménico fue precisamente la profundización en la llamada universal de los fieles, que incluye la tarea apostólica. Ni una ni otra se reservan a la jerarquía, al clero, a las órdenes religiosas. Derivan del bautismo, que sella la identidad cristiana de los hijos de Dios, con la correspondiente participación en el sacerdocio común, en los clásicos tria munera: enseñar, santificar y gobernar (munus docendi, munus sanctificandi, munus regendi). Desde ese fundamento, Lumen gentium anticipó el estudio de los christifideles, y se refirió después al papel especial de sacerdotes y religiosos en la vida de la Iglesia.

En este contexto, doy vueltas al desarrollo del munus regale de los laicos dentro de la sinodalidad de la Iglesia. Pienso que se centra en la misión específica de ordenar, según Cristo, las múltiples realidades humanas, con el indispensable respeto a la legítima autonomía del orden temporal. En el ejercicio de esa gran misión de todos los laicos, prevalece lo personal sobre lo colectivo. No es preciso formar parte de ninguna organización. La acción de cada uno será de ordinario estrictamente personal, en conciencia, enriquecida ésta por el mejor conocimiento posible de esa parte de la teología moral que suele designarse como doctrina social de la Iglesia (a pesar del tiempo transcurrido y de la aceleración del mundo contemporáneo, sigue siendo válido el Compendio publicado en 2005 por el consejo pontificio Justicia y Paz).

La participación de los fieles en el munus regale de Cristo justifica también su intervención en oficios eclesiásticos que pueden exigir una formación científica o profesional, no necesariamente ligada al sacramento del orden: por tanto, aplicable a mujeres y varones, como ha sucedido desde hace años en el ámbito de la comunicación pontificia y será cada vez más frecuente en otras muchas tareas. Pero, a mi entender, será la excepción que confirma la regla: lo específico del laicado es la santificación del orden temporal, no la participación en estructuras eclesiásticas. Otra cosa podría reflejar cierto clericalismo. Justamente desde la sinodalidad –salvo que se empobrezca al reducirse a cuestiones organizativas y canónicas-, se entenderá muy bien la responsabilidad libre de los fieles laicos en las actividades temporales.