Colaboraciones

 

Santa y pecadora, no: Santa, solo santa (II)

 

 

08 octubre, 2019 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

 

Dentro del acervo católico es un lugar común, asumido a lo largo de toda la historia, que las imperfecciones que puedan observarse en la Iglesia visible no se deben a ella misma sino a los pecados de sus hijos. Nada que objetar contra esta idea que ha sido repetida a lo largo de todos los siglos por innumerables maestros. Ahora bien, todas las ajaduras que afean el rostro de la Iglesia no son debidas solo a los pecados de sus hijos. Hay también otro capítulo de deficiencias que le restan mucho brillo. Me refiero a las defecciones y abandonos, vayan acompañadas o no de pecado, que es cosa que solo Dios sabe, y además cada caso es particular. Es un capítulo bien nutrido, en el que cabe distinguir tres grandes frentes diferenciados aunque estrechamente relacionados ya que los tres se dan en naciones de larga tradición católica, como la nuestra: la apostasía práctica de masas enteras de bautizados, las rupturas de matrimonios sacramentales y el abandono del sacerdocio y/o de la vida religiosa. Demasiado desgarro para las entrañas de la Iglesia Madre y demasiada materia para un solo artículo.

¿Qué nos está pasando?, ¿qué les está pasando a nuestros síes?, pues de tres síes se trata: El sí a una fe, la de la Iglesia, recibida en el Bautismo; el sí a las exigencias del matrimonio sacramental y el sí a la consagración sacerdotal y/o religiosa. ¿A qué se debe tanto fallo? Porque es necesario admitir que fallo hay, al decir sí, al desdecirse o en ambos casos; lo que no puede haber es acierto en el sí y en su contrario. ¿Por qué hay fallo en algún momento, o en los dos? Porque la recepción de estos tres sacramentos, y también la consagración religiosa, no es otra cosa que iniciar una vía de configuración con Cristo. Con Cristo Hijo en el Bautismo, con Cristo Sacerdote en el Orden Sacerdotal y con Cristo Esposo tanto en el matrimonio como en la consagración religiosa. Pues bien, habrá que recordar que “Jesucristo (…) no fue sí y no, sino que en él solo hubo sí” (2 Cor 1, 19). Quien quiera configurarse con él, por tanto, no puede hacerlo sino a través del sí. Ahí está la profundidad del sí, su vocación a perpetuidad y su valor de totalidad para llenar la vida.

Siendo ese sí de tal magnitud, ¿tan difícil es perseverar en él? Ante preguntas como las que van salpicando estas líneas, quizá uno no atine a responder ni a responderse, entre otras cosas porque son preguntas personales, y cada persona es un caso singular, pero dada la enorme cantidad de defecciones singulares, cada hijo de la Iglesia tiene derecho a hacerse estas preguntas, pues lo que ocurra (lo que ocurre) con cada bautizado, con cada matrimonio y con cada sacerdote y/o religioso nos interesa a todos, al menos a todos los que decimos creer en la comunión de los santos y así lo confesamos siempre que rezamos el Credo.

Por más que las defecciones sean un fenómeno extendido, la defección no es el patrón de normalidad. El patrón de normalidad es la permanencia en la vocación, y no solo la permanencia sino una permanencia creciente, siempre en aumento. Si en los tres casos se trata de configurarse con Cristo, esa configuración lleva incorporado, como nota propia, el crecimiento, pues “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52). Así pues, como el asunto no es ninguna broma y como estamos ante hechos que son una desviación de la normalidad vocacional, no está de más que dediquemos alguna reflexión, siquiera sea con unos breves apuntes, al hecho de decir sí, un sí que debería ser a perpetuidad y que por lo que vemos a diario, para muchos no lo es.

Primer apunte: El sí es constructivo. Desde que la persona puede decidir por sí misma, algunos ya en la infancia, otros más adelante, la vida de cada persona se va construyendo sobre diversos síes. Es cierto que en la vida hay que decir sí y hay que decir no muchas veces, pero el sí y el no no son dos opciones equiparables, como no son equiparables las opciones de comer y ayunar, trabajar y holgar, la acción y la omisión, etc. El sí construye, el no construye nada, el sí es proactivo, va siempre en favor de la acción; el no, en el mejor de los casos es un no de resistencia (que también es necesario), pero aun cuando sea absolutamente necesario, no puede ser proactivo, pues el no, por definición es siempre negación, y en relación a la acción suele ser parálisis.

Segundo apunte: No todos los síes son iguales. Es preciso distinguir entre los diversos síes pues no todos tienen el mismo peso ni el mismo alcance. Hay síes de consecuencias leves y hay otros que son capitales porque llevan incorporada mucha vida en juego, tanto del autor del sí como de todos aquellos que pueden depender de ese sí fundamental. No es lo mismo decir sí a un amigo que te invita a tomar un café que el sí de dos novios ante el altar.

Al final del primer párrafo se dijo que estas defecciones son desgarros en las entrañas de la Madre Iglesia, es decir, no son desgarros superficiales, sino internos, profundos y sangrantes. ¿Por qué son tan graves? Porque son defecciones en tres síes vocacionales, tres síes que se dan en tres proyectos vitales dados por Dios a quien recibe esas llamadas, que, por ser llamadas, no se deben a la iniciativa particular de nadie, sino de Dios que llama, lo cual hace que nuestro sí sea por necesidad un sí respondiente. Eso que dice la Carta a los Hebreos del sacerdocio ministerial: “Nadie puede arrogarse este honor sino el que es llamado por Dios” (Heb 5, 4) sirve no solo para el sí al sacerdocio, sino igualmente para el sí del Bautismo y del Matrimonio. Siendo nuestros síes, síes de respuesta, en cada sí quedan implicados el llamador y el llamado. Dado que en Dios no hay nada superficial, ni provisional, ni superfluo, ni contradictorio, la única respuesta adecuada es aquella en la que no haya nada de superficial, ni de provisional, ni sea superflua ni encierre contradicción. Por eso cuando las llamadas se resuelven en contradicción, primero sí, luego no, cabe pensar que o bien no hubo tal llamada, o la hubo y no se dio la respuesta adecuada, o el sí se afianzó en cimientos inestables.

Tercer apunte: hay síes que exigen permanencia. Es absolutamente claro que estos tres síes no se pueden dar a la  ligera. El sí del Bautismo, por el cual aceptamos vivir como hijos de Dios; el sí del matrimonio, que es un sí doble, el de cada cónyuge al otro y el de ambos a Dios Creador; y el sí del sacerdocio dado por quienes en su día estuvieron seguros de que Cristo en persona los llamaba “para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 32, 14-15). Cada uno de estos síes es distinto de los demás, y no solo eso, sino que en en el tercer grupo, en el que hemos incluido la consagración sacerdotal y religiosa, habría que distinguir entre una y otra porque son esencialmente distintas, pero para lo que ahora interesa, sí podemos decir que aunque sean distintas, las naturalezas de estos síes reclaman como propia la exigencia de permanencia. Eso hace que al que se le pide un sí de estos, con el sí se le pida el compromiso de mantenerse en él contra viento y marea.

Cuarto apunte: El hombre es un ser falible. No hacen falta estudios que lo demuestren, nos sobra experiencia propia a ajena para afirmarlo con seguridad. Todo hombre lleva incorporado en su propio ser una especie de interruptor del sí que puede activarse en cualquier momento, de modo que el sí pasa a ser no. Y lo mismo en sentido contrario. Esto nos debería tener sobre aviso para no olvidar que nuestros síes y nuestros noes están siempre bajo amenaza de contradicción, por lo cual aunque se hayan dado con carácter definitivo, en realidad siempre son síes y noes provisionales, al menos potencialmente. Para referirnos a las veces que contradecimos nuestras propias palabras tenemos en nuestra lengua el dicho de “donde dije digo, digo Diego”. “por lo tanto, el que se crea seguro, cuídese de no caer” (1 Cor 10, 12).  ¿Cómo nos precavemos de esta amenaza de contradicción? En cuestiones terrenas, cuyos fines son secundarios respecto al fin primario que es la salvación eterna, y cuyo valor no va más allá de los negocios de este mundo, procuramos atar nuestros síes con la firma de un contrato en documentos materiales, habitualmente papel; en las relaciones con Dios, la firma se hace en la conciencia que hace las veces de documento inmaterial y archivo indestructible al mismo tiempo. Y luego, tanto para unas relaciones como para otras están las virtudes de la perseverancia y la fidelidad que resultan ser imprescindibles.