Tribunas

Redescubriendo la Familia

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

 

 

Al anunciar su catequesis sobre la familia, el papa Francisco señaló que iba “a reflexionar durante este año, precisamente sobre la familia, sobre este gran don que el Señor entregó al mundo desde el inicio, cuando confirió a Adán y Eva ((hombre y mujer)) la misión de multiplicarse y llenar la tierra (cf. Gn 1, 28). Ese don que Jesús confirmó y selló en su Evangelio”.

 “Y esta es la gran misión de la familia: dejar sitio a Jesús que viene, acoger a Jesús en la familia, en la persona de los hijos, del marido, de la esposa, de los abuelos... Jesús está allí. Acogerlo allí, para que crezca espiritualmente en esa familia. Que el Señor nos dé esta gracia”. (audiencia del 17 diciembre 2014).

 

“Gran don de Dios”

En algunos momentos de la vida de una familia esa conciencia viva de que es un “gran don de Dios”, se puede perder o, al menos, no saborear en toda su riqueza y grandeza. Y, también puede ocurrir, y de hecho ocurre que cuando las situaciones se complican, las dificultades se hacen más difíciles de solucionar, cuando parece que se ha llegado al límite de las fuerzas, el esplendor de ese “don de Dios” surge con más luz y con más viveza. Se redescubre el amor conyugal, el amor filial, el amor familiar. Se redescubre que la alegría y la paz de las bodas de Caná lo llenan todo.

En algún periódico se ha dado la noticia de que en este ir superando los meses de encerramiento familiar, habían aumentado la petición de divorcios y separaciones matrimoniales. Todo es posible, sin la menor duda.

No he visto, sin embargo, recogida, salvo en correos digitales, la reacción de tantas familias que han ido re-descubriendo viviendo día a día el confinamiento al que hemos estado sometidos, ese “gran don de Dios”, y que han renovado unos lazos afectivos humanos y divinos que Dios bendijo en el Sacramento del Matrimonio, y en el engendrarse de la familia, con o sin hijos, y que se habían quedado algo dormidos en el transcurrir de cada día. Las situaciones son muy variadas, pero todas tienen un revivir de la luz en las bodas de Caná:  el agua convertida en vino.

Horarios de trabajo de padres y de madres que no les permitían compartir mucho tiempo con sus hijos, y al darse más a ellos han saboreado el gozo de sentarse a la mesa, de bendecir los alimentos preparados con amor.

La madre que se echa a llorar porque oye a su hija más pequeña llamar mamá a la mujer que le cuida todo el día; y cambia la mirada con la que contemplaba a su marido y a sus hijos al volver a casa de un trabajo muy comprometido y brillante: adelanta en tres horas su vuelta a casa.

El padre que descubre la dificultad de sus hijos para concentrarse y estudiar con fruto, y decide emplearse a fondo para ayudarles, acompañarles, en vez de enviarlos al psicólogo como tenía pensado.

El abuelo que se queda embobado y conmovido al ver correr por los pasillos de su casa a un nieto de tres años, y abrazarle llamándole abu.

El marido que redescubre a la mujer a la que ya se había acostumbrado un poco, se quedaba sólo con sus defectos y ahora llega a contemplarla como un “regalo de Dios”; y la mujer que redescubre al marido al que ya le prestaba poca atención y reverdece en su corazón el amor que le llevó al altar: los sentimientos se convierten en acoger de verdad al hombre con el que Dios quiere que sea santa.

El matrimonio es una comunión de amor indisoluble, recordaba Juan Pablo II. “Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad” (…) Se comprende, pues, que el Señor, proclamando una norma válida para todos, enseñe que no le es lícito al hombre separar lo que Dios ha unido.

Confiados como estáis al Espíritu, que os recuerda continuamente todo lo que Cristo nos dejó dicho, vosotros, esposos cristianos, estáis llamados a dar testimonio de estas palabras del Señor: “No separe el hombre lo que Dios ha unido”.

“Así contribuiréis al bien de la institución familiar; y daréis prueba —contra lo que alguno pueda pensar— de que el hombre y la mujer tienen la capacidad de donarse para siempre; sin que el verdadero concepto de libertad impida una donación voluntaria y perenne. Por esto mismo os repito lo que ya dije en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio: “Testimoniar el valor inestimable de la indisolubilidad y de la fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo” (Homilia en Madrid, 2-XI-82).

Ante la Reina de las Familias, la Virgen María, el milagro de las bodas de Caná se renueva, en el silencio del hogar, todos los días en tantas familias cristianas.

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com