Colaboraciones

 

El valor de los clásicos

 

 

21 septiembre, 2020 | por Jaime Vierna


 

 

 

 

 

Dedico ratos sueltos de mis vacaciones a expurgar la biblioteca. Todas las bibliotecas van creciendo con el paso del tiempo: junto a los libros que vamos a leer, y que aguardan ya su turno, contienen los libros que ya hemos leído, y de los que nos resistimos a desprendernos con la secreta esperanza de volverlos a leer y revivir el placer que nos proporcionaron.

 

Las bibliotecas no crecen por un afán de acumular, sino por la necesidad de conservar lo que enriquece nuestra vida.

Pero con los años nos hacemos más exigentes y se hace inevitable la selección. Retenemos entonces los que suponen para nosotros una compañía imprescindible, y damos a los otros la probabilidad de elegir nuevos lectores con los que perpetuar su misión.

Yo he dedicado los primeros días de mis vacaciones a la dolorosa tarea de mirar atrás y cortar amarras. Y he comprobado algo que ya sabía: que son los más antiguos, los que nos acompañan casi desde que abandonamos la infancia, los que siguen siendo compañeros inseparables. En ellos aprendimos las primeras emociones, la primera experiencia intelectual. Aún recuerdo mi primera lectura de Platón, el deslumbramiento de asistir al desarrollo paulatino de un pensamiento luminoso. O la conmoción ante la grandeza y la miseria humanas de la mano Shakespeare. O la belleza de valores intangibles en los versos de Calderón. Y la admiración por figuras cumbre de la historia de la humanidad, biografías en las que aprendíamos la posibilidad real de valores humanos como “esfuerzo”, “magnanimidad”, “heroísmo”.

Todo esto es un equipaje valiosísimo para comenzar a andar por la vida, esa vida de la que decía Ortega que consiste en “lo que hacemos y lo que nos pasa”. “Lo que nos pasa”, que depende muchas veces de lo que hacemos, y “lo que hacemos”, que depende siempre de los recursos de que disponemos, recursos que se multiplican cuando tenemos a nuestro alcance la experiencia acumulada de las grandes figuras que nos precedieron. Ésta es la importancia que tienen los clásicos, la razón de su lugar privilegiado en la formación de la persona.

Me temo que los que comienzan ahora su formación no acceden a todo eso. Ha caído sobre los clásicos una espesa manta de ignorancia y de prejuicio, un “telón de acero” que priva de sus frutos a los que deberían sacar de ellos el máximo provecho.

Urge recuperarlos. Especialmente, urge recuperar a los filósofos. Lo propio de la Filosofía les enseña a pensar. Es una actividad cuyo ejercicio no se puede dar por descontado. Julián Marías recordaba sus clases con Ortega en la Universidad, y cómo, ante una pregunta planteada, les animaba a pensar, a “darle otra vuelta”. Y otra. Y otra. “A la tercera –confesaba Marías- era decididamente difícil”.

Cuando se renuncia a pensar las funciones de la razón las asume la imaginación. Y entonces se llega a la conclusión de que lo que no se puede imaginar no existe, y de que lo que puede ser imaginado puede existir. Naturalmente, con ese planteamiento el fracaso está garantizado: aunque no se puede “pensar”, concebir, un ser que sea hombre y caballo a la vez -porque ser a la vez racional e irracional es una contradicción- podemos, sin embargo, imaginarlo perfectamente. Y, al contrario, aunque no podemos imaginar –con alguna precisión- un ser espiritual, es perfectamente concebible.

Y la consecuencia, al final, es que nos encontramos con una moral de sentimientos, sin principios; con una visión de lo particular, sin llegar a generalizaciones. Viviendo de metáforas, en lugar de en la realidad; con opiniones, en lugar de con verdades; con prejuicios, en lugar de con conocimiento. Nos encontramos, en fin, con toda esa multitud de monedas falsas que circulan hoy en el mercado intelectual.

Opiniones en lugar de verdades. Ya habíamos pasado por eso, volvemos al principio. Esto es lo malo de renunciar a la Filosofía: que nos convertimos en nuestros antepasados. Necesitamos regresar a Parménides y a Sócrates. Porque ahí delante está Altamira.