Tribunas

Un hijo pródigo

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

 

 

La parábola del hijo pródigo es quizá una de las más bellas palabras del Señor, en la que el Señor abre su corazón y nos manifiesta del corazón de Dios Padre siempre abierto a perdonar a sus hijos que anhelan pedir perdón por sus pecados, después de reconocerlos no sencillamente como errores o equivocaciones, sino como verdaderos pecados que han ofendido a su padre, y a él le han hecho mucho mal.

La parábola nos dice como el padre se lanza a abrazar a su hijo “que estaba perdido”, y “ha sido hallado”. Y el hijo, que ha reconocido toda su culpa, y es consciente de la miseria a la que se ha reducido por su mal obrar, no se ha matado como Judas; ha llorado amargamente, pensando también en el dolor de su padre, y se da cuenta de que, o se vuelve a su padre, o acaba tirado en cualquier camino del mundo abandonado y despreciado por todos.

Seguramente, muchos de los lectores han vivido personalmente el encuentro con algún hijo, hija, amigo, etc. que ha recorrido el camino de vuelta a casa, de vuelta a Dios.  Uno de estos casos que a mí me ha tocado vivir es el que recojo en estas líneas.

Hombre de negocios que vivía una vida cómoda y rodeado de éxitos y de dinero. Joven, compartía su vida con una mujer, sin pensar en el futuro y sin ningún interés en llegar a un compromiso firme de convivencia. Bautizado y Confirmado, llevaba años alejado de los sacramentos y de cualquier relación con Jesucristo.

La mujer se queda embarazada, y la reacción fue inmediata: abortar. La mujer quiere seguir con el embarazo y la criatura; pero él se impone y prácticamente la obligó a abortar.  “Lo que tenía en el vientre era apenas un trozo de carne”, decía.

Al cabo de unos años, después de haber abandonado a la mujer, y de un cierto bajón en los negocios, sin llegar, ni mucho menos, a la ruina, nos encontramos. Las relaciones con Dios no habían cambiado, y él seguía todavía firme en su egoísmo, y en pensar que ha hecho bien provocando aquel aborto, aunque alguna duda había comenzado ya a entrar en su cerebro.

Después de animarle a razonar un poco sobre el aborto y su maldad: la muerte, el asesinato, de un ser humano como él; y viendo que no daba el paso de reflexionar sobre sus actos, me vino una luz a la cabeza, y le pregunté:

-Cuando llevaste a aquella mujer a la cínica abortista, y te dijeron que ya todo estaba acabado, ¿viste al feto muerto, o a los trozos de carne si ya lo habían destrozado?

- “Ni se me ocurrió”, contesto rápido; y añadió: Me daba asco solo pensarlo”.

- “¿Porque te daba asco? Ver y comer carne de cerdo, de vaca, no te da ningún asco, verdad?

- “No; pero…”

Y no consiguió articular una palabra más.  Se hizo un silencio sepulcral entre nosotros. Yo recé, y dejé que fuera él quien rompiera el silencio. Al cabo de unos veinte minutos, el rumor de los sollozos y el deslizarse de las lágrimas sepultaron el silencio.

Sus labios se abrieron para pedirme la absolución de sus pecados. Y no pude evitar recordar la frase del Evangelio que nos dice que “más alegría hay en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa justos que no necesitan penitencia”.  ¿Dónde están esos noventa y nueves justos; existen de verdad?

Nos despedimos con un abrazo, y seguimos la amistad.

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com