Tribunas

De Estados Unidos a Europa: los católicos en medio de la guerra cultural

 

 

Salvador Bernal


 

 

 

 

 

En 1991, poco después del famoso libro de Alan Bloom sobre El cierre de la mente americana, otro sociólogo estadounidense, James Davison Hunter, publicó su Culture Wars. The Struggle to Define America. Aplicó a su país una teoría política inspirada en la llamada Kulturkampf de Bismarck: pretendía romper los lazos entre Roma y la Iglesia Católica en Alemania, para poner a esta última, sentida como una amenaza para la unidad nacional, bajo la tutela del Estado. Más allá quizá de los orígenes del término, se repite cada vez más la idea de que Estados Unidos están en plena guerra cultural, que persigue la supremacía de un nuevo ethos ciudadano.

La superficie del iceberg aparece en los duros combates de los últimos años sobre aborto, preservativos en escuelas, uniones homosexuales, aplicaciones prácticas de la teoría del género. Los más recientes debates del #me.to o Black Lives Matter, confirman que aquel “políticamente correcto”, nacido en universidades y medios de comunicación, ha ido configurando e imponiendo –en sentencias y leyes muy diversas- una visión distinta de lo que significaron los Estados Unidos y lo que deben ser en el futuro, frente a la cultura tradicional más o menos pacífica hasta los sesenta. Como suele suceder en situaciones semejantes, cada bando se presenta como la única encarnación legítima de los valores nacionales.

Paradójicamente, la derecha norteamericana –por usar un término inteligible aunque inexacto- ha hecho suyos los planteamientos que lanzó hace un siglo el líder comunista italiana Antonio Gramsci sobre la hegemonía cultural, previa y concomitante con la dominación política. Lo reconoció lisa y llanamente Steve Bannon, asesor inicial de Donald Trump, en sus viajes por Europa para apoyar los nacientes populismos en diversos países, aunque no todo depende de Bannon en este bando, como de Soros en el contrario…

A título de ejemplo, una de las últimas escaramuzas de la guerra cultural entre republicanos y demócratas se está librando en el estado de Arkansas, “bastión conservador” a juicio de sus contrarios, a propósito del fenómeno transexual: prohibición legal de participar en competiciones escolares femeninas en nombre de la "equidad deportiva"; derecho a la objeción de conciencia de los médicos para oponerse a las solicitudes de apoyo médico de una persona transgénero.

En gran medida, sea eco o no del movimiento de “nuevos filósofos” nacido en Francia a finales del siglo pasado, la cuestión de la identidad nacional está demasiado presente hoy, y será objeto de muchas discusiones a un año vista de la elección presidencial. Se hablará más que nunca de viejas cuestiones, como el laicismo o la universalidad de los derechos humanos, frente al multiculturalismo que puede dar origen a planteamientos que algunos califican como neotribalismo occidental. Ahora, y cada vez más, con la simplicidad y los estereotipos impuestos por las redes sociales.

Estos problemas están desplazando otros de más enjundia, como la recuperación económica, la defensa del medio ambiente o el incremento de las desigualdades sociales.

También los eurodiputados juegan a lo políticamente impuestos desde Bruselas-Estrasburgo: instan a los Estados miembros a incorporar a las legislaciones nacionales una nueva ética en materia de costumbres. Van más allá de las exigencias de la Carta de los derechos fundamentales de la UE, aprobada a finales del 2000. En el proyecto de informe aprobado por la Comisión de Derechos de la Mujer e Igualdad de Género por 27 votos a favor, 6 en contra y 1 abstención, subrayan que el derecho a la salud, en particular la salud sexual y reproductiva, es un derecho fundamental de las mujeres, que debe reforzarse y no puede diluirse ni eliminarse. Las violaciones de este derecho constituyen una forma de violencia contra las mujeres y las niñas y obstaculizan el progreso hacia la igualdad de género. Los Estados deberían el acceso a una gama completa de servicios de salud y derechos sexuales y reproductivos de calidad, completos y accesibles, y que eliminen todas las barreras que impiden el pleno acceso a estos servicios, es decir, garantizar el acceso al aborto seguro y legal, así como la anticoncepción y la educación sexual.

Se trata, tanto en América como en Europa, de una batalla dialéctica unidireccional y excluyente, que mezcla buenas palabras con realidades vergonzantes, y omite cuestiones mucho más importantes para el bienestar social. Estos debates pillan a los creyentes en medio del huracán: constituyen un reto para su imaginación encontrar modos de distinguir las exigencias efectivas del bien común, a las que prestar apoyo, de las derivas ajenas a la dignidad de la persona, incompatibles con sus creencias. El problema no es fácil, porque unas y otras se entremezclan a la hora de la verdad, como experimentan en su carne los estadounidenses partidarios de Trump o de Biden, y no alcanzan a descifrar el mal menor. De ahí la necesidad de nuevos planteamientos culturales, previos a la acción política, casi siempre partidista.