Opinión

Estrellas de luz en la bandera (II)

 

 

José Antonio García Prieto

 

 

 

 

 

Atrapados en un banco de niebla sin visibilidad alguna, en el Pirineo: así comenzaba mi precedente artículo. Sin llegar a gritar «¡Luz, más luz!» que, según cuentan, exclamó Goethe en trance de muerte, sí comprobé una palmaria evidencia: necesitamos luces para caminar por la vida, y no solo para evitar tropiezos físicos, sino sobre todo tropiezos éticos que vulneren nuestra dignidad como personas. Relacionaba esta exigencia de luz con el simbolismo de las doradas estrellas de la bandera de la Unión Europea, y lo llevaba a sus últimas consecuencias: cada uno está llamado a ser como un foco de luz para sí mismo y para sus conciudadanos, por la recta conducta de su vida.

    Eso mismo ha dicho un hombre al que cabe calificar por su trayectoria vital y sus escritos, como “estrella de luz” para Europa y para el mundo entero; así lo han reconocido sirios y troyanos: me refiero al papa emérito Benedicto XVI. Dejémosle hablar en esta cita, que no conviene abreviar: La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza (Enc. Salvados en la esperanza, n. 49).

    Personas que han sabido vivir rectamente: aquí está la clave, que es a la vez un reclamo personal para cada uno de nosotros, porque ¿alguien se consideraría con derecho a vivir sin rectitud?; ¿dispensado de no echar una mano al amigo o al vecino que, por circunstancias de la vida, apenas tienen dónde caerse muertos?; ¿de no iluminar la vida de otros con el ejemplo de la nuestra? No conozco a nadie que me haya dicho: “Déjate de cuentos: yo voy por la vida solo a lo mío, aunque sea a costa de mentir, de sembrar cizaña, de aprovecharme de los demás, en fin, de todo lo que quieras…, menos de vivir con dignidad y rectitud moral”.

    Ciertamente, cada uno responde de sus actuaciones, que siempre trascienden a la persona singular. Pero no es lo mismo influir en un círculo reducido, que hacerlo en otro que alcanza a millones de personas. Mi voto en una comunidad de vecinos tiene menos repercusión social que el de un diputado en el Parlamento Europeo. Y tampoco es lo mismo votar en una materia que toca cuestiones opinables y circunstanciales, o en otra donde se ventilen cuestiones vitales que afectan a la conciencia y dignidad de las personas. Toquemos tierra: la Comisión Europea ha puesto fecha de caducidad en 2035 a vehículos de gasolina, diesel e híbridos. ¡Bienvenida decisión en beneficio de la ecología! Pero no es de recibo aceptar sin más ni más, otras decisiones que traspasan la línea roja de la dignidad de la persona, como la reciente conclusión del Parlamento Europeo al declarar que el aborto es un derecho universal porque -según quienes lo votaron- es un derecho humano. Y si encima se introducen variantes que menoscaben el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales de la salud, entonces… Entonces solo cabe concluir que se han apagado las luces de estrellas que deberían dar luz: las de los responsables de ese voto. Cada uno verá ante su conciencia personal lo que ha hecho, y preguntarse si, quizás, no habrá sido un voto atrapado por “lo políticamente correcto”.

    En esa misma línea se comprende el rechazo del gobierno de Hungría, ante lo que consideran, por parte de la UE, imposiciones inadmisibles que conculcan derechos naturales de la persona. Recientemente, el gobierno húngaro, por sus leyes protectoras de los menores y de los derechos de los padres frente al adoctrinamiento de sus hijos en ideología de género, ha recibido la amenaza de verse excluido de los estados miembros de la Unión al no respetar, dicen, “sus valores comunes”. Está visto que, a veces, hay “valores” que no merecen tal nombre; y que la libertad de pensamiento -como luz de estrellas encendidas- tiene un precio. El pueblo magiar y su gobierno no quieren renunciar a esa luz, porque les asegura que proceden rectamente en la defensa de esos derechos naturales. ¿No viene un poco al recuerdo aquello de Méndez Núñez?: ¿Más vale honra sin buques, que buques sin honra?

Pero todos, aún sin tener responsabilidades institucionales debemos aplicarnos el cuento en la parte que nos toca, para vivir rectamente y ser estrellas de luz en la convivencia social. Esto incumbe todavía más, si somos cristianos. Quienes viven rectamente son luces de esperanza, decía Benedicto XVI. Y añade: Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. (Encíclica Salvados.., n. 49).

En el cielo de la historia de Europa brillaron luces de hombres y mujeres, que fueron no solo santos de la puerta de al lado, por usar la expresión del papa Francisco, sino luminarias para todo el Continente y más lejos aún, por el ejemplo de sus vidas. Iluminaron a sus coetáneos y también brillan hoy, a distancia del tiempo, como el fulgor de las estrellas que nos llega después de años luz. Es un pasado de vida santa que perdura hoy porque tiene raíces de trascendencia como, de algún modo, las luces de estrellas en la bandera de la UE: su simbolismo no es un souvenir que pasa de moda, añoranzas viejas, vestigio de sus fundadores. Son más bien raíces de Europa que no pueden pasar de moda porque sería tanto como “pasar del hombre” y de lo mejor de su historia.

Entre tantas luces hay nombres propios: tres varones y tres mujeres declarados “Patronos de Europa” por los papas Pablo VI y Juan Pablo II. Al proclamar a las Patronas -Catalina de Siena, Brígida de Suecia madre de ocho hijos y la polaca Edith Stein o Benedicta de la Cruz, muerta en Auschwitz-, Juan Pablo II señaló la motivación de ese reconocimiento, con estas palabras: "Crezca, pues, Europa. Crezca como Europa del espíritu, en la línea de su mejor historia, que precisamente tiene en la santidad su más alta expresión. (...) Para edificar la nueva Europa sobre bases sólidas, no basta ciertamente apoyarse en los meros intereses económicos, que, si unas veces aglutinan, otras dividen; es necesario hacer hincapié más bien sobre los valores auténticos, que tienen su fundamento en la ley moral universal, inscrita en el corazón de cada hombre". (Motu proprio, 1-X-1999, n. 11)

Igualmente, foco de luz durante muchos siglos y también hoy, es la tumba de Santiago, en Compostela. Decir “Camino de Santiago” es hablar de miles de hombres y mujeres que en su peregrinar por caminos de Europa, encontraron luces de vida y esperanza para su existir terreno. En antevísperas de su fiesta ¡qué oportuno recordar la llamada de Juan Pablo II al Viejo Continente!: “Desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. (..) Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo”. (Discurso, 9-XI-1982)

 

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