Biblia

 

El jardín bíblico, lugar de prueba y de salvación

 

Del árbol del conocimiento del bien y del mal al árbol de la cruz de Cristo, toda la historia de la caída y de la salvación de los hombres se desarrolla en un jardín.

 

 

 

19 nov 2021, 11:00 | La Croix


El jardín del Edén en un cuadro de Johann Wenzel Peter,
conservado en la Pinacoteca vaticana (1800-1829).

 

 

 

 

 

Por el padre Alain Marchadour, exégeta y profesor de teología.

 

 

Tomando su forma definitiva probablemente a la vuelta del exilio, ese fue el momento en que la Biblia se convirtió en un verdadero libro. Desde ese momento, en función de su identidad judía, cristiana o humanista, y de sus opciones, cada lector puede surcar una línea desde los relatos de los comienzos hasta el último libro, el Apocalipsis. Esto se aplica sobre todo al tema del jardín, cuya presencia discreta se deja ver, o sencillamente adivinar, en particular en los libros del Éxodo, el Deuteronomio y en los escritos sapienciales.

Evocando el relato del jardín del Edén, Paul Beauchamp remite al Cantar de los Cantares y al libro del Qohélet: «Dos libros atribuidos ficticiamente a Salomón, que cantan en contrapunto, uno la amargura de una sabiduría impotente ante la muerte, y el otro la dulzura del amor “fuerte como la muerte” – “las aguas caudalosas no podrán apagar el amor”. Es como si Qohélet hiciera hablar a la primera pareja a la salida del Edén y como si el Cantar le hubiera vuelto a abrir la puerta» (en Paul Beauchamp, L’un et l’autre Testament, II, 159.).

 

El hombre creado y el jardín

Después de haber creado al hombre, «el Señor Dios plantó un jardín en Edén… y colocó en él al hombre» (Gn 2,8). Después del Dios alfarero, el Dios jardinero. Este jardín es un vergel en el desierto, imagen del oasis lleno de árboles, arroyos y animales. Para la primera pareja, es a la vez un privilegio y una responsabilidad. Esta se expresa a través de dos verbos, «cultivar» y «guardar», que dicen, el primero, la cultura y el culto, y el segundo, la guardia del jardín y la observancia de los mandamientos. Aquí aparece por primera vez el verbo «ordenar», que instaura la Ley (Mitzvah).

Se sabe cómo la serpiente tentadora, venida de no se sabe dónde, hace que Eva y Adán caigan. Comiendo el fruto prohibido, han querido conocer el bien y el mal. Se han negado a confiar en Dios, procurándose un poder y un conocimiento sin límites que invaden el territorio de Dios. Porque han desobedecido, Dios les expulsa del jardín.

A causa del pecado, la tierra está perdida. Caín y Abel, el diluvio, la torre de Babel son los avatares que nacen de la dificultad de mantener juntas la alianza y la tierra. Si se rechaza la alianza, Caín es rechazado «de la faz de la tierra» (4,14) que se revuelve contra el hombre, las aguas del diluvio cubren el espacio habitable. A causa del pecado de orgullo de los hombres, «el Señor los dispersó de allí por la superficie de la tierra» (Gn 11,8).

 

De la servidumbre al servicio

La historia de Israel cuenta, en relato histórico, el largo viaje de los Hebreos, esclavos en Egipto, desde la servidumbre de Egipto hasta la tierra «que mana leche y miel». Este don de Dios es maravilloso, pero exigente. A menudo el pueblo resiste y a veces se rebela.

Un eco del pecado de los primeros padres se encuentra en las diferentes rebeliones de los Hebreos en el desierto. La más extrema de todas nos la cuenta el libro de los Números, donde algunos Hebreos en el desierto se rebelan contra Moisés y, a través de él, contra Dios: «No queremos ir. ¿Te parece poco habernos sacado de una tierra que mana leche y miel para hacernos morir en el desierto?» (Nm 16,13-14).

Es el pecado absoluto, que desnaturaliza las promesas de Dios transformando el Egipto de los esclavos en paraíso perdido, y la tierra y el jardín de Adán y Eva en desierto inhabitable.

 

El jardín de la salvación

A su vez, el judío Jesús experimenta el desierto al inicio de su vida pública: «Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo» (Lc 4,1-2). Ahí donde Israel era a menudo desobediente, Jesús se inscribe en la fidelidad a la palabra: «Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”» (Lc 4,8).

Cuando llega el «momento oportuno» (Lc 4,13), Jesús tiene una cita con el Adversario en el jardín, lugar de la prueba suprema, donde los primeros padres han caído. El evangelista Juan evoca el jardín situado al comienzo y al final de la pasión: «Salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos…  Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos» (Jn 18,1-2).

Para Jesús, el jardín, de donde los primeros padres habían sido expulsados, se convierte en el lugar de la obediencia y de la fidelidad hasta la muerte: «El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?» (Jn 18,11). El árbol de la cruz donde Jesús muere se convierte en el árbol de la vida para todos los creyentes. Del costado de Jesús, clavado en esta cruz, salen sangre y agua: el agua del bautismo que revivifica y el agua de la eucaristía que hace vivir.