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Transgredir para permanecer fiel a la vida

 

La transgresión de la ley nunca es un fin en sí mismo. Pero a veces es un riesgo que asumimos para mostrar dónde está lo esencial.

 

 

 

26 ene 2022, 23:00 | Por Véronique Margron, dominica, teóloga moral, Universidad Católica del Oeste. La Croix


 

 

 

 

 

"Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los animales y la tierra" (Génesis 1,26). Este es, pues, el pensamiento del Creador cuando decide dar vida a la humanidad. Una humanidad creada en un lugar intermedio, como en medio del vado: entre el Señor, del que será imagen, y los animales, a los que dominará. Un lugar marcado por lo incompleto, el movimiento y el riesgo también. Y aún no ha terminado. Al continuar el relato, nos encontramos con lo que Dios hace en respuesta a su intención: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (v. 27).

Al principio en singular, el ser humano es luego en plural, «varón y mujer», lo que los asemeja a los animales que, por orden divina (v. 28), tendrán que dominar sometiendo la tierra. Este es el programa asignado a los hombres desde el principio. Es todo un programa. Porque el ser humano necesita tiempo para convertirse en quien realmente es. Es necesario que continúe el acto creador de Dios para llegar a la semejanza de la imagen que lleva en sí mismo, la de Dios. Se propone al ser humano un camino para que esto ocurra: saciarse con alimentos vegetales (v. 29-30), ejercer su poder sin violencia.

Dos fuerzas, dos autoridades, se enfrentan así, como en una imagen de espejo. La de Dios, que se retirará el séptimo día, limitando el despliegue de su poder y mostrándose más fuerte que él, fuerte en su mansedumbre. Y la del ser humano que no necesita matar para vivir. También en este caso, la capacidad de limitar dice la verdadera fuerza. La narración bíblica comienza, pues, con la llamada de Dios al hombre para que se contenga, no simplemente para cumplir la ley, sino para que avance en su semejanza de atención a su Dios y se haga así más humano.

En el segundo relato del Génesis, se ofrece una historia similar: un pacto entre el ser humano y Adonai. El huerto (vv. 16-17) se confía al hombre para que lo trabaje y lo guarde, se alimente de sus frutos y lo cuide. Entonces el hombre pone nombre a los animales, gracias al aliento dado por el Creador. Los nombra para distanciarse de ellos, o más exactamente, para distanciarse de la animalidad que le acecha y que nunca estará lejos.

Esto es lo que nos dice la primera transgresión del capítulo 3. Al escuchar la voz de la serpiente y comer el fruto, el hombre se desvía de su vocación y entra en un camino mortal: codicia, sospecha, envidia.

 

Conocer bien

Al apartarse de la prescripción «del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás» (Gn 2,16), el hombre se pone del lado de los argumentos de la serpiente y quiere ingerir en lugar de contemplar, agarrar en lugar de gustar, tomar en lugar de recibir y dar. Mientras que la intención de Dios es que el corazón palpitante de la humanidad sea la amistad, la reciprocidad, la palabra compartida.

«Conocer mal» es hacer del conocimiento un arma de destrucción, de traición, de mentira, de dominación. Lo contrario de lo que el Señor ofrece al hombre. Así, tanto Génesis 1 como Génesis 2 ofrecen al lector el mismo marco: convertirse en humano implica consentir el límite y comprometerse a entrar más en la humanidad. Estas historias cuentan el núcleo de la ley. No una sumisión ciega, sino una promesa de vida, de futuro. Una promesa inaudita: la semejanza con el mismo Dios, «manso y humilde de corazón».

Pero entonces, ¿habrá lugar para la transgresión que no sea un incumplimiento de la Alianza, una ceguera al plan benéfico de Dios? Tal vez. Porque no olvidemos que la ley no es para sí misma. Viene a firmar el proyecto de Dios, su compromiso y su amor. No está ahí por sí mismo, sino al servicio de la semejanza de Dios, un Dios de fuerza suave.

 

El horizonte de la vida moral

La vida moral se enfrenta a la realidad. Este es su honor y todo su significado. No está ahí para vivir en el cielo de las ideas, ni de los ideales. Pero tampoco es para conformarse con vivir el día a día, «en lo pequeño» por así decirlo. La vida moral busca ser responsable de sus acciones, de la dirección de su existencia.

Vive con el «hombre falible», vulnerable y cambiante. Por tanto, su vida, su piel, se juega siempre en el singular de la historia. Porque es ahí, y en ningún otro lugar, donde el ser humano debe vivir. Se trata, pues, de asumir la responsabilidad, sabiendo lo complejos que somos como seres cuyas acciones se deciden no sólo en nuestra conciencia, sino también en nuestros cuerpos, nuestras almas, nuestros corazones.

La ética es un deseo de vivir, una voluntad de decir sí a la existencia tal como es. No porque no pueda o deba evolucionar, sino porque para esperar orientarse, para hacer uso de su libertad, es importante, poco a poco, decidirse a que el sí prevalga en nosotros sobre la nada y el no, a pesar de todo. Un a pesar de todo que puede pesar ante el dolor de vivir, ante los dramas y despropósitos por los que puede pasar una vida.

Y, sin embargo, se trata de poder decir sí al futuro, aunque sea desconocido. Un sí que no es posible decir sin los demás, sin su atención y su presencia benévola.

 

Cuestión ética

Es en este contexto donde se plantea la cuestión de una ética de la transgresión. No está ahí para rechazar la ley y mostrar su audacia. La transgresión de la que hablamos aquí adquiere todo su sentido cuando se trata de permanecer fiel a este sí a la totalidad de la existencia. Ser capaz de permanecer -o convertirse- en un ser unificado, en la medida de lo posible.

El incumplimiento de la ley nunca es un fin en sí mismo. Pero a veces es un riesgo que debemos asumir para mostrar dónde está lo esencial. Porque «el sábado fue hecho para el hombre, no el hombre para el sábado» (Mc 2,27).

«Ir más allá» puede hacerse así en nombre de dos realidades que habitan la vida. En primer lugar, la angustia, ante una vida golpeada por la tragedia: situaciones desesperadas, enfermedades graves, pérdida de sentido? Se trata de buscar una ventana por la que entre la vida.

Transgredir puede ser una necesidad, en una conciencia iluminada y discutida con otros, si es posible, cuando la letra de la ley secuestraría la vida, la alegría y el futuro. Ser seres de carne: esto es lo que dice la fuerza -el valor- y la fragilidad del ser humano. Transgredir, si es imperativo, para que el otro siga siendo humano, inviolable, con una dignidad indefectible, cuando las circunstancias podrían llevarnos a zonas demasiado grises.

 

Creer en la promesa

Pero también está la promesa. La que, en lo más profundo de nosotros mismos, nos permite sentir, hasta el final, aceptados en nuestra existencia, "apoyados en nuestro deseo de existir, hasta el punto de poder, a su vez, transferir nuestro deseo de vivir a los demás". Una promesa de que el futuro está abierto, cuando todo dice lo contrario. Creer en esta promesa requiere a veces dar un paso al costado, porque la ley puede ahogarla si ya no está ahí el aliento del Creador, si ya no es el respeto y la pasión por el otro lo que impulsa la existencia. Llegar a ser humano exige libertad, la libertad que nos permite reconocer lo que nos lleva al futuro, en la atención y el cuidado de los demás.

En el consentimiento a la fragilidad, así como a la responsabilidad. Entre la angustia y la promesa, cada uno, de manera singular y única, y también de manera humilde, deberá trazar su propio itinerario. No para transgredir, sino justo para que la vida sea humana y siga siéndolo, o mejor dicho, lo sea más. Una vida nunca sin los demás y, para el creyente, nunca sin su Dios, que nos implora aprender de la libertad y la bondad de su mismo Dios.

Transgredir, o no, para obedecer al deseo de no quedarse encerrado en lo preconcebido y abrirse a lo desconocido hacia donde Dios nos conduce, por y a pesar de nuestras encrucijadas: en todo caso, se trata de llegar a ser pacíficos con el corazón abierto. Para ello, tenemos que ir más allá, recorrer, viajar, arriesgar y arriesgarse.