Hacer justicia a nuestra tarea para con los hombres ante Dios

 

 

19/04/2024 | por Grupo Areópago


 

 

 

 

Ante la IX Fiesta para la Mujer y la Vida: 20.04.2024

 

Acaba de aparecer el documento vaticano Dignitas infinita. Tiempo habrá de comentarle, pues parece apasionante. Yo, de momento, quiero solo reflexionar cómo todo cambio en leyes fundamentales, que tiene que ver con la ley de la naturaleza, trae consigo, más pronto o más tarde, consecuencias sobre la humanidad entera. Por ejemplo, con la legalización de los “matrimonios homosexuales” en tantos países europeos, España incluida, se ha manifestado una deformación de la conciencia, que claramente ha penetrado de forma profunda en círculos del pueblo católico, en opinión de Benedicto XVI.

       Ante todo, es preciso afirmar que el concepto de un “matrimonio homosexual” está en contradicción con toda la cultura anterior de la humanidad. Sin duda que la concepción jurídica y moral del matrimonio y la familia es muy distinta en las culturas del mundo. No solo la diferencia entre monogamia y poligamia, sino también otras profundas diferencias son constatables. Sin embargo, la comunidad fundamental nunca ha sido puesta en duda, es decir, que la existencia de los seres humanos en el modo varón y mujer está ordenada a la procreación y que la comunidad de mujer y varón y la apertura al nuevo don de la vida constituyen la esencia de aquello que llamamos matrimonio.

       La conciencia fundamental, pues, de que el ser humano existe como varón y mujer, de que la transmisión de la vida es una tarea asignada a estos y que precisamente la comunidad de varón y mujer sirve a esta tarea y que en esto consiste esencialmente el matrimonio, más allá de todas las diferencias, es un conocimiento originario, que ha existido en la humanidad hasta hoy como algo evidente. Veamos ya algunas de las consecuencias de esta no aceptación en tantos contemporáneos.

       Con la píldora anticonceptiva se introdujo ya una conmoción radical de este conocimiento originariode lo que es el matrimonio, al considerarse fundamentalmente posible la separación entre fecundidad y sexualidad. Aquí no se trata de la casuística de cómo y cuándo eventualmente pueda justificarse el uso de esta píldora, sino de lo que radicalmente esta significa como tal: la separación fundamental entre sexualidad y fecundidad. Porque esta separación implica que, de este modo, todas las formas de sexualidad están igualmente justificadas. Ya no existe ninguna medida. Y cuando la sexualidad y la fecundidad ya no van esencialmente de la mano, se justifican igualmente de hecho todas las formas de sexualidad.

       De aquí se sigue un segundo paso: cuando, en primer lugar, la sexualidad se separa de la fecundidad, luego puede naturalmente suceder, al revés, que también la fecundidad se piensa al margen de la sexualidad humana, como ya estamos viendo. Parece entonces correcto no confiar ya la reproducción de los hombres y mujeres a la pasión casual del cuerpo, sino planificar y producir al ser humano “racionalmente”. Este proceso, es decir, que los humanos ya no sean engendrados y dados a luz, sino producidos, está, entretanto, totalmente en marcha. Pero esto significa, entonces, que el hombre y la mujer ya no son un don que se nos regala, sino un producto planificado de nuestro hacer.

       De este modo se hace patente que en la cuestión de los “matrimonios homosexuales” no está en juego el hecho de ser un poco más tolerantes y abiertos, sino la pregunta fundamental: ¿Quién es el hombre? Y, por tanto, también la pregunta ¿Existe un creador, o todos somos solo productos fabricados? También se manifiesta una alternativa: el ser humano como creación de Dios, como imagen de Dios, como regalo de Dios; o el ser humano como producto que él mismo sabe componer. Cuando se renuncia a la idea de creación, se renuncia a la grandeza del ser humano, a su indisponibilidad y a su dignidad que se levanta por encima de cualquier planificación.

       “Ya están los cristianos con sus teologías y sus creencias”, nos dicen tantos, cuando hablamos de estos temas. Pero yo no he hablado ni de teología ni de creencia, y sí de realidades que están al alcance de cualquiera que reflexione un poco sobre la existencia y sobre principios básicos de la humanidad, pues sin esos fundamentos la vida es otra cosa para el hombre y la mujer y han de afrontar las consecuencias que lleva consigo este olvido. Estoy hablando, pues, de la idea de la ley de la naturaleza o del comportamiento decente (honesto, justo, debido, como lo define el diccionario), conocida por todos los hombres. Sé que para muchos esta ley no se sostiene, dado que las civilizaciones y épocas han tenido pautas morales diferentes. Pero esto no es verdad. Ha habido diferencias entre sus pautas morales, pero estas no han llegado a ser tantas que constituyan una diferencia total.

       Si alguien se toma el trabajo de comparar las enseñanzas morales de, digamos, los antiguos egipcios, babilónicos, hindúes, chinos, griegos y romanos, lo que realmente le llamará la atención es lo parecidas que son entre sí y a las nuestras. Pero para nuestro presente propósito solo necesito preguntar al lector qué significaría una moralidad totalmente diferente. Los hombres y mujeres han disentido en cuanto a sobre quiénes han de recaer nuestra generosidad –la propia familia, o los compatriotas, o todo el mundo-. Pero siempre han estado de acuerdo en que no debería ser uno mismo el primero. Los hombres han disentido sobre si se deberían tener una o varias esposas. Pero siempre han estado de acuerdo en que no se debe tomar a cualquier mujer que se desee.

       Pero lo más asombroso es esto: cada vez que se encuentra a un hombre o una mujer que dicen no creer en lo que está bien o está mal, se verá que se desdice casi inmediatamente. Puede que no cumplan la promesa que os han hecho, pero si intentáis romper una promesa que le habéis hecho a él o a ella, empezarán a quejarse diciendo “no es justo” antes de que os hayáis dado cuenta. Nos están demostrando así que conocen la ley de la naturaleza como todos los demás.

       Parece, entonces, que nos vemos forzados a creer en un auténtico bien y mal. La gente puede a veces equivocarse acerca de ellos, del mismo modo que la gente se equivoca haciendo cuentas, pero no son cuestiones de simple gusto u opinión, del mismo modo que no lo son las tablas de multiplicar. Ahora bien, ninguno de nosotros guarda realmente la ley de la naturaleza. Espero que no interpreten ustedes mal lo que voy a decir. No estoy predicando, y Dios sabe que no pretendo ser mejor que los demás. Solo intento llamar la atención respecto a un hecho: el hecho de que este año, o este mes, o, más probablemente, este mismo día, hemos dejado de practicar la clase de comportamiento que esperamos de los demás, aunque pongamos toda clase de excusas.

       Dicho con otras palabras: yo no consigo cumplir muy bien con la ley de la naturaleza, y en el momento en que alguien me dice que no lo estoy cumpliendo empieza a fraguarse en mi mente una lista de excusas tan larga como mi brazo. La cuestión, sin embargo, ahora no es si las excusas son buenas. El hecho es que son una prueba más de cuan profundamente, nos guste o no, creemos en la ley de la naturaleza. Si no creemos en un comportamiento decente, ¿por qué íbamos a estar tan ansiosos de excusarnos por no habernos comportado decentemente?

       Conocemos la ley de la naturaleza, y la infringimos. Estos dos hechos son el fundamento de todas las ideas claras acerca de nosotros mismos y del universo en que vivimos. La ley de la naturaleza humana, o de lo que está bien y lo que está mal, puede ser algo por encima y más allá de los hechos en sí del comportamiento humano. Es una ley real, que nosotros no inventamos y que sabemos que deberíamos obedecer. ¿Cómo no ver las consecuencias de leyes que afectan al ser humano y a la vida misma, que proyectos de Caritas Diocesana tratan paliar o solucionar para los más vulnerables, en este caso los seres humanos expuestos al aborto y a los maltratos machistas?

 

 

Braulio Rodríguez Plaza,
arzobispo emérito de Toledo

 

 

GRUPO AREÓPAGO