Tribunas

Sologamia (I)

 

Carola Minguet Civera
Doctora en CC. de la Información.
Responsable de Comunicación de la Universidad Católica de Valencia.


Semana del matrimonio en la Iglesia Católica de Inglaterra.

 

 

 

 

 

Algunos medios se han hecho eco de la autoboda de Vanessa García, que se dio el “sí, quiero” a sí misma en un hotel de Gijón hace unas semanas. Entró sola en la sala porque es con ella y tan sólo con ella con quien quiere declarar su amor. En sus votos matrimoniales habló de la necesidad de quererse a uno mismo: “Es como el caso de las mascarillas en el avión. Hay que ponérsela a uno primero para después ayudar a los otros. Aquí ocurre lo mismo. El amor nace de uno”, relata al periódico La Razón. Define incluso esta celebración como una “sensación psicomágica” que marcará un antes y un después en su vida, aunque no descarta encontrar a alguien en el futuro con quien casarse: “No es algo excluyente. Es más, si ahora mismo estuviera en pareja lo haría igualmente y debería respetarme”. Eso sí, después de varias relaciones, no quiere “cumplir con esos patrones de comprar una casa y tener hijos” porque así no va a ser “feliz”.

El cantante asturiano Chus Pedro también se casó simbólicamente consigo mismo el pasado mes de junio en el marco de una gran fiesta (quizás es una de las razones, o de excusas, para este teatro). La influencer Kshama Bindu ha anunciado que dará este paso a través de una entrevista compartida en su canal de Instagram, como previamente lo hizo la modelo Adriana Lima. Hay más ejemplos, pues la sologamia está de moda, aunque sin validez (de momento) en ningún país.

El debate está servido en las redes sociales, con su correspondiente dosis de humor y sarcasmo, pero no encuentro la gracia a esta tendencia delirante. Y es que muchos entienden la sologamia como un sinónimo de la soltería, sin embargo, no es así, pues un sológamo pretende justamente dejar de ser soltero al casarse consigo mismo. Aparentemente implica poner un nombre a la decisión de vivir sin ataduras, pero este vocablo refiere a un ritual que banaliza la ya malherida institución matrimonial y confunde, más si cabe, al personal.

Rebeca Argudo reflexionó recientemente en una columna en el diario ABC sobre cómo se retuerce el lenguaje y puso como ejemplo la regeneración semántica que está perpetrando el Gobierno, que llama "bulo" o "máquina del fango" a lo que se le ocurre. Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico, dice esta periodista. Ciertamente, es así. Se puede llegar a la cabeza y a la conducta de las personas a través de ellas; de hecho, este impacto performativo ya lo hacían los sofistas: se vincula una realidad a una palabra y se usa en contextos beneficiosos para uno mismo. O arbitrarios. O caprichosos. El problema es que, aunque parece que no surte efecto alguno, el lenguaje tiene mucha potencia porque la palabra es también razón; además, toca nuestra afectividad, nuestra sensibilidad, nuestras emociones.

Es lo que ha pasado y pasa con el matrimonio, por eso conviene reivindicar su significado original. La razón es que, si bien las palabras se pueden usar de muchos modos, hay normas que no deberían quebrantarse. En sus Investigaciones, Wittgenstein lo ilustra con acierto al comparar el lenguaje con una caja de herramientas con distintos aparejos: hay destornillador, martillo, clavos… pero la sierra es una sierra y la broca, una broca.

En este sentido, hay varios elementos que aclarar. Uno es que el matrimonio no es sólo hacer público el amor (que también: por eso conviene que sea una celebración abierta), ni una cuestión meramente religiosa o civil, sino que se trata de un contrato que debería tener un reconocimiento social y jurídico. El matrimonio es un voto, de ahí viene, por cierto, la expresión boda. El compromiso (de cum, junto, y promissus, promesa) pide un yo y un tú para transformar las intenciones en acciones y poder elaborar un proyecto vital. Sin estar atados al cumplimiento de las promesas, decía Arendt, cada uno de nosotros estaría condenado a errar desamparado, sin dirección, en la oscuridad de nuestro solitario corazón, atrapado en sus humores, contradicciones y equívocos. Si falta la dimensión de atadura o pacto a nivel espiritual, afectivo y corporal (los antiguos hablaban del ius in corpus), no es matrimonio; es otra cosa.

El matrimonio está también enfocado a la generación de vida y contribuye a la sociedad, por eso está contemplado en las leyes. Tener hijos no se trata, como señala esta mujer, de cumplir un patrón. De hecho, la voz matrimonium -asociada a los vocablos mater, que remite a madre, y monium, en alusión a un acto formal- nació para designar el reconocimiento social que adquiría una mujer casada para ser la madre de los descendientes de un hombre.