Tribunas

La muerte es una puerta

 

Carola Minguet Civera
Doctora en CC. de la Información.
Responsable de Comunicación de la Universidad Católica de Valencia.


Cementerio.

 

 

 

 

 

 

 

El ser humano, aunque se esfuerce en eliminar su dimensión trascendente, no puede renunciar a ella. Por algún lugar ha de salir la necesidad del hombre de conectar con lo que está más allá de la inmanencia, de todas las contingencias prosaicas. El problema es que, en el experimento que vivimos de sociedades laicas, la canalización de esta tendencia natural acaba dándose por medio de la superstición, la evasión o de costumbres como Halloween.

De hecho, si uno se para a pensar en el interés que esta fiesta despierta en los niños, quizás se deba a que intuyen que hay una realidad que está más allá de lo que los sentidos o el mundo pueden mostrarles. Seguramente es porque su mirada recuerda a aquella que tuvieron los primeros filósofos sobre la naturaleza, que era, sobre todo, admirada. Una mirada que aceptaba que la realidad es sorprendente y da más de sí que lo que podemos captar, incluso tematizar o expresar.

El problema es que los pequeños no sólo no van a encontrar respuestas, sino que, contrariamente, esta fantochada va a provocar que su interés, tan inocente como sano, sea embrutecido, incluso dinamitado, con distorsiones y chorradas que los van a llevar a la angustia o a la dispersión. La oscuridad, ensombrece y confunde. Por eso convendría que los colegios dejaran de lado los disfraces y las calabazas y aprovechasen esta fecha, puesto que se nos ha metido con calzador, para hablarles de la muerte (en los centros católicos, huelga decir que directamente la eviten y se centren en recuperar las solemnidades de Todos los Santos y los Fieles Difuntos).

Sería muy recomendable: abordar la muerte como una realidad que va a visitar a sus seres queridos, pero también a ellos, por lo que conviene tenerla presente cada día. Si no se plantea así, cuando inevitablemente llegue, la recibirán como una injusticia, como un ladrón en la noche.

Quizás se les pueda anunciar también que la muerte es una puerta. Benedicto XVI explicaba que en el más allá no habrá otra cosa que la verdad que ya existía aquí, pero que se manifestará de un modo luminoso. No va a ser, por tanto, una ruptura con la vida actual, sino que aparecerá lo verdadero de lo que ha sido la existencia de una persona, purificada de lo que ha estado de espaldas a Dios. Se trata de una invitación existencial interesante, ciertamente: entras en un lugar donde lo auténtico de la propia vida será llevado a su plenitud, mientras que lo estúpido o lo fatuo desparecerá.

Si se percibe así, aunque la muerte asusta, porque es un absoluto, una realidad que no tiene marcha atrás, definitiva y decisoria, no es algo que deba atormentarnos. La muerte es una puerta, pero no a un mundo tenebroso, sino a una realidad plena. A su vez, desde esta perspectiva la vida gana peso, gravedad; de hecho, sin este prisma es fácil que no alcance sentido y sea una pasión inútil, como decía Sartre.

Ahora bien, conviene tener en cuenta que nuestro previo pensar en la otra vida corre el riesgo de no ser auténtico; que incluso entre los católicos suponga una sucesión de tópicos, mitos o fantasías. Lo cierto es que la vida eterna depende de un juicio, que se da tras la muerte, respecto de cómo hemos vivido los años que se nos han concedido. El problema es que de este juicio ya no se habla en muchos colegios ni parroquias, pues hay quienes consideran que parece inmisericorde o rancio. Contrariamente, esta verdad es una lámpara necesaria para orientarse, pues es fácil perderse en el camino. Es también un acicate, un aliento, tener una meta última y, a su vez, cotidiana: vivir con la conciencia de que todos nuestros días se concentran y están en función de un encuentro.