Opinión

¿Hay medallero olímpico en el Cielo?

 

 

José Antonio García Prieto Segura

La Gloria. Tiziano (1551-54). Museo del Prado. Madrid.

 

 

 

 

 

“¡Ánimo, a por el oro!”: fue la estimulante frase que me envió un amigo como comentario a dos artículos sobre el combate olímpico que es nuestra vida camino del Cielo. Había recordado, con san Pablo, la competición de los juegos olímpicos, diciendo “que los que corren en el estadio, todos en verdad corren, mas uno lleva el premio.” (I Cor 9, 24); y advertía que, a diferencia de las olimpíadas terrenas, en la que tiene como meta el Cielo todos consiguen premio si han combatido fielmente: lo testimonia la fiesta de “Todos los santos” que ahora celebramos.

Comprendo que mi amigo, recordando que en el podio de los vencedores hay ranking de medallas con oro, plata y bronce, escribiera “¡A por el oro!”. Pero esto me hizo pensar: ¿habrá medallero y distintas medallas en el Cielo y, de ser así, las habrá también de plata y bronce?

El “medallero”, según el Diccionario de la Lengua, es la “relación de las medallas conseguidas por cada una de las naciones participantes en una competición internacional”. Según esto, en el Cielo, como Familia de Dios y de las almas que ya gozan de Él, no cabe medallero, porque allí no hay naciones: la Iglesia no lo es, pues las comprende a todas, como “Madre” de los hijos de Dios, recibidos en su seno por el bautismo, sea cual fuere la raza o nación de quienes formen parte de Ella.

Además, y siguiendo la metáfora de las medallas, todos los santos las han recibido y me atrevo a decir que solo son de oro. Allí sí que “es oro todo lo que reluce”, no como en la tierra; y el podio, como veremos, también permanece. Trataré de explicar esta especie de jeroglífico y juego simbólico de medallas, sirviéndome de tres consideraciones.

En primer lugar, en la línea de salida de la carrera olímpica hacia la meta celestial, los corredores partimos de una básica igualdad, que es el amor de Dios al llamarnos a la vida. Lo muestra la conocida parábola de los talentos cuando Jesús, refiriéndose a su Padre-Dios, dice que “llamó a sus servidores y les entregó sus bienes” (Mt 25, 14). La llamada personal a la vida, fruto del amor de Dios, es lo primerísimo e igualdad básica; la pluralidad de bienes es posterior.

Comenzada la carrera olímpica cada uno deberá empeñarse en proporción a la cuantía de dones recibidos, porque “a uno, le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno solo: a cada uno según su capacidad” (Mt 25, 15). Son diferencias previstas por Dios sabia y justamente; por eso dice Jesús que se les dieron a cada uno según su capacidad.

La segunda consideración sobre la metáfora de carreras y medallas mira a cómo los santos han combatido, y cómo ahora debemos hacerlo nosotros; san Pablo es claro: “Corred de tal modo que lo alcancéis”. Así actuaron también los dos primeros servidores de la parábola: “El que había recibido cinco talentos fue inmediatamente y se puso a negociar con ellos (…) Del mismo modo, el que había recibido dos…” (Mt 25, 16-17). Buena ocasión para revisar cómo lo hacemos nosotros y si trabajamos por amor a Dios y a los demás por Él, a través de los compromisos y quehaceres de la vida corriente. Así actuaron los que ya están en el Cielo, y en su inmensa mayoría pasando inadvertidos, como esos santos “de la puerta de al lado” que dice el Papa Francisco.

En los años que dure esta carrera olímpica nadie, y menos un cristiano, debe olvidar algo esencialísimo: que no corre solo porque otros le ayudan y, a su vez, él mismo debe ayudar. Los cristianos creemos en la “comunión de los santos” en la Iglesia por la que, en palabras del Catecismo, “el bien de los unos se comunica a los otros” (CEC 947); y esto, nos incumbe a todos: a quienes aún peregrinamos en la tierra, y a los que ya viven en el Cielo, o se preparan en el purgatorio para dar el salto definitivo.

Los santos del Cielo acompañan, porque son “una pléyade de testigos que nos han precedido en el Reino (…) Contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. (…) Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero” (CEC 2683). Con metáfora deportiva y sin faltarles el respeto, me gusta imaginarlos como si ocuparan las inmensas gradas de un enorme estadio y sabiendo lo inefable del premio que ya gozan, rezasen por nosotros y todos a una gritaran a los que aún corremos aquí abajo, aquello de mi amigo: “¡Ánimo, a por el oro!”.

Tercera consideración: al decir que en el Cielo hay podio, pero solo con medallas de oro, algún lector se preguntará razonablemente: entonces ¿todas las santas y santos están a la misma altura? No, ciertamente. Solo el oro -símbolo en este caso del pleno amor a Dios alcanzado al final por cada corredor olímpico- tiene premio y es la entrada al Cielo; entrada que, a su vez, equivale y simbolizo como la subida al podio, haciendo posible la visión y gozo de Dios. En la parábola de los talentos se correspondería con lo que dice el señor a cada uno de los fieles trabajadores: “Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor” (Mt 25, 21.23). Has sido fiel porque me has amado alcanzando el oro; por eso sube al podio: entra y comparte mi alegría.

La intensidad de alegría y felicidad no es la misma para cada una y cada uno de los santos del Cielo. La diferencia radica en el mayor o menor grado de amor que hayan alcanzado, según su correspondencia a las capacidades recibidas. Se comprende esto con el ejemplo de dos recipientes de distinto volumen, pero que cada uno estuviese completamente lleno: nada les faltará, aunque permanezcan las diferencias cuantitativas. Análogamente, el amor de Dios -llegado a su plenitud en cada santo o santa- será como oro purísimo. En el Cielo, todos alegres; pero unos “más altos” que otros en el podio, por la razón apuntada: su mayor o menos grado de amor alcanzado.

Para completar la metáfora de medallas: ¿qué sucede con las de plata y bronce, insuficientes para entrar el Cielo donde solo el puro amor de Dios tiene cabida? Pues serían las de aquellos que corrieron bien la olimpíada. pero en la meta faltó algo para el oro y premio completo; reciben un accesit que es el Purgatorio, donde bronce y plata se fundirán hasta convertirse en oro, y donde los vasos a medio de llenar de esos corredores se plenificarán por completo con el amor de Dios.

La fe nos dice que en la cima de la gloria celestial resplandecen el cuerpo y alma gloriosos de una Mujer: María, Madre también de Dios y de todos los santos y santas, es decir, “del Cristo total” que escribe san Agustín para referirse a la Iglesia.

 

 

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