Tribunas
05/11/2024
¿Nos ha revelado algo la riada?
Carola Minguet Civera
Doctora en CC. de la Información.
Responsable de Comunicación de la Universidad Católica de Valencia.
Una persona damnificada abraza a un bombero.
No sé si es acertado escribir sobre la muerte en estas horas aciagas que vivimos en Valencia. Cuando llega de un modo feroz deja sin aliento; asimismo, hay quienes el corazón roto no les permite escuchar ni leer, pues un golpe de tal calibre puede cerrar los oídos y los ojos durante un tiempo. Por otro lado, no hay palabras que puedan explicar lo inenarrable como tampoco consolar a muchas personas que han perdido lo que más aman, aunque se dirijan con buena intención. Por tanto, es razonable pensar que lo más adecuado sea permanecer en silencio.
No obstante, también es cierto que dado que la muerte se ha hecho presente de una forma mayúscula, ha dejado de ser para ninguno de nosotros una hipótesis, una posibilidad remota. Estos días nos interpela personalmente y a la cara. Sin excepción. Y las preguntas piden respuestas. Se puede volver sobre este tema, entonces. Con todo el respeto a las víctimas.
El problema es desde dónde responder. Cuando uno imagina el final de la vida piensa en el inicio y, por tanto, en la vida como un todo; plantea su sentido, incluso se cuestiona si hay otra vida. Por eso, acercarse a este hecho misterioso y desconcertante, tan cierto como envuelto de incertezas, es necesario, pese a que la tendencia sea apartarlo de nuestra conciencia. Ahora bien, cuando llega, más aún si es de repente, escruta las respuestas que hasta el momento se han dado. Esto hace la muerte: sacude los planteamientos y, si son inadecuados, los disuelve.
En este sentido, la gota fría ha provocado una debacle, pero también una llamada a encontrar el sentido auténtico de la existencia. Asimismo, ha originado un apocalipsis en su acepción catastrófica, pero apocalipsis en griego significa revelación. ¿Nos ha revelado algo la riada?
Quizás haya quien considere descomprometido o frío apelar al sentido existencial cuando los datos hoy recogen 213 fallecidos, centenares de desaparecidos, miles de casas destrozadas, pueblos devastados y los daños provocados por las lluvias torrenciales son incalculables. Habrá gente que, cuando tantos vecinos aturdidos, desconcertados, superados por un dolor inefable, han perdido a sus seres queridos, sus hogares y trabajos, opinen que es desafortunado.
Sin embargo, creo que no es así. En estas jornadas terribles es necesario enterrar a los muertos, acompañar a las familias en su duelo, ayudar a todos los damnificados y colaborar para que pueda restablecerse la normalidad. Con una determinación firme y constante, pues la herida es gravísima y costará mucho tiempo cicatrizar, que no curar, pues esto es imborrable. Las amputaciones son irreversibles. Será inexorable también exigir responsabilidades, pues ha habido negligencias injustificables y Valencia siente, con razón, rabia, impotencia, desconcierto, estupefacción, ira, indignación; se han encadenado los despropósitos en la gestión de este desastre. Pero todo eso no quita lo otro. La muerte está ahí y necesita una respuesta.
Y la respuesta ha aparecido.
Este acontecimiento inesperado ha despertado la solidaridad de las personas en su auténtico sentido, que va más allá de la filantropía y el altruismo. Encontrarse de un modo brutal con la muerte no ha llevado a los ciudadanos a lo que algunos filósofos del pasado siglo sostenían acerca de que la vida del hombre es una pasión inútil, sino justamente lo contrario: a defenderla hasta las últimas consecuencias.
En estos días, huestes de hombres y mujeres, muchos de ellos jóvenes, no dudan en salir al encuentro de quienes están atrapados, heridos, desesperados, manifestando que sus vidas son dignas de ser defendidas, merecedoras de que se sufra por ellas. Son una minoría los buitres que aprovechan el caos para saquear negocios y viviendas. La mayoría evidencia que el ser humano lucha por vivir y trata de salvaguardar la vida de los demás; pero, sobre todo, comprende que vale la pena entregarse a quien más lo necesita.
Es decir, la dramática situación está ayudando a las personas a conectar con estas verdades radicales que llevamos dentro. Ha salido a relucir la grandeza de la naturaleza humana, determinada, en gran manera, por su relación con el sufrimiento y con el que sufre, y eso, por cierto, está hablando de Dios. Hay una plegaria de la Misa que dice que el hombre es salvado por el Hombre. De alguna manera, hemos sido llevados a conectar con esta vocación.
Por eso en la riada se ha dado una revelación. El Apocalipsis de San Juan revela al Cordero, que es el Amor. La caritas, el agapé, se ha revelado en lo pequeño: en las botas embarradas; en las caminatas por las carreteras destruidas con fregonas, cubos, garrafas de agua y alimentos; en cada abrazo y en todas las lágrimas compartidas. La muerte se ha pronunciado tiránicamente, con un estruendo insoportable, pero el pueblo valenciano le ha contestado. La última palabra no es suya, aunque lo parezca en estas horas de llanto, luto y desolación. Es del Amor. Y las aguas no lo pueden anegar.