Cartas al Director

No aprendemos

 

“Pertenezco por convicción y talante a una mayoría de ciudadanos que desea hablar un lenguaje moderado, de concordia y conciliación”
[Julio de 1976.]
Adolfo Suárez

 

 

 

 

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 19.06.2014


El pasado día 15, se cumplieron 38 años de las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco. Fueron unas sufragios para formar las cortes constituyentes encargadas de redactar la Constitución del consenso. La primera de las constituciones españolas que no era impuesta a una minoría por la mayoría parlamentaria. Los partidos participantes en su redacción lo hicieron con el ánimo, no de proceder a un revisionismo del pasado, sino de construir juntos un nuevo futuro para España.

Aquellas elecciones, como las que se celebrarían posteriormente, las ganó un político inolvidable: Adolfo Suárez. El hombre que pilotó la transición asombrando al mundo y cuya figura, en la que en un principio nadie creía, se convirtió en una leyenda que desde entonces no ha dejado de extenderse. 

Sin lugar a dudas, los años en los que gobernó Adolfo Suárez, fueron los más apasionantes y decisivos de nuestra historia reciente por la dimensión del cambio que en los mismos protagonizó.

El presidente Suárez gobernó con temple y valor, un país por cuyo futuro nadie daba un solo céntimo y por el que todos temían lo peor; acometió con firmeza y arrojo el complejísimo desafío de desmantelar, desde la más absoluta legalidad, el férreo y recalcitrante edificio de la dictadura franquista para construir un nuevo estado democrático y constitucional. Un estado que ahora la extrema izquierda y los separatistas cuestionan y buscan su ruptura, argumentando mentirosamente que la Constitución que nos dimos los españoles es un corsé o una cárcel.

Dos generaciones después de aquellos hechos, la memoria de Adolfo Suárez no solo no se ha ido diluyendo por el paso de los años, sino que por el contrario, agrandada por la perspectiva del tiempo, su imagen es la del hombre que mejor representa el espíritu de la transición, y es considerada por la mayoría de los historiadores contemporáneos, esencial en la historia de la democracia.

Gobernantes de muchos países se interesaron después por el feliz desarrollo de aquel proceso democrático que ahora la izquierda, nacionalistas y separatistas intentan invalidar.

Hoy, que vivimos una situación casi tan delicada como la de aquel entonces, caminando sobre el borde de un acantilado por el que la izquierda y los separatistas pueden estar a punto de despeñarnos, es de justicia recordar como en un campo yermo como es el que se encontró, Adolfo Suárez sembró la semilla del diálogo, la concordia y la ilusión para que germinase entre nosotros el fruto de la libertad.

Es justo, ahora que corren vientos de odio, revancha y resentimiento, recordar como hubo un hombre que en medio de la incomprensión, el insulto, el desprecio y la traición, tuvo la suficiente convicción y fortaleza para renovar el viejo edificio de la dictadura abriendo puertas y ventanas, para que por ellas se expatriase para siempre el autoritarismo y entrasen los derechos civiles.

Es justo que ahora que hay representantes del Estado que incumplen impunemente las leyes que no les agradan, que se complacen en abrir las viejas cicatrices para hurgar en las heridas y hacer que vuelvan a sangrar, recordar como él puso todo su empeño en allanar el camino para que todos juntos, en nuestra diversidad, avanzásemos en la construcción de un nuevo e ilusionante futuro común.

Es justo que ahora que aquellos que por su cargo deberían dar ejemplo de mesura y probidad y sin embargo han sustituido la sonrisa por el insulto, el diálogo por el escupitajo, la mano tendida por el acoso, el abucheo y la amenaza, recordemos a aquel hombre que tenía un especial poder de seducción, no para vencer, sino para convencer, es decir: vencer con… porque él, al igual que Martin Luther King, también tenía un sueño: que entre todos, construyésemos una España nueva en la que no cupiesen ni los presos políticos ni lo exiliados; una  España en la que las cenizas de los rencores insensatos que ahora se pretenden reavivar, fuesen sustituidas por la reconciliación y la comprensión; una España en la que cada uno pudiese exponer libremente su verdad sin miedo a represalias, y todo ello llevado a cabo sin más medios que su firme determinación.

A cambio tuvo que aguantar con entereza que unos le llamarán traidor y otros, fascista. Soportó con serenidad que le negaran la paz en misa, y con hombría y autoridad moral, hasta que quienes le debían obediencia, torcieran el gesto y le negaran el saludo. Hubo incluso quien cometió la indignidad de llamarle tahúr del Mississippi con objeto de envilecer su imagen para apartarle de la escena política.

Es justo que frente al odio injustificado de quienes nacieron, se educaron y crecieron a la sombra de la democracia traída por aquel hombre sinigual, quienes carentes del más mínimo respeto a aquellos que difieren de sus ideas y conceptos, quienes ejercen la violencia verbal y la agresión física, quienes altivamente hacen gala de su ignorancia, zafiedad, horterismo y chabacanería, es justo digo, que frente a toda esa basura libertaria, los que luchamos fielmente por hacer de España un moderno estado constitucional, traigamos el recuerdo, no sin cierta nostalgia, de un hombre, que como dice Fernando Ónega “…sólo se proponía tres cosas: hacer un país habitable para todos, hallar soluciones para cada problema y preguntar constantemente si lo que estaba haciendo era útil para el país, para la estabilidad de España, para la paz civil y para su rey”.

César Valdeolmillos Alonso