Fe y Obras

Una Semana para la historia de la salvación

 

 

26.03.2015 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Cada año, cumpliéndose el Calendario litúrgico o, mejor, espiritual del creyente católico, llega un momento que es muy especial. En realidad es aquel en el que recordamos, que traemos al presente (sin haberse ido nunca del mismo) lo que pasó hace muchos siglos y que marcó la historia de la humanidad en lo referido a la salvación de la misma.

Jesús, que sabía lo que le iba a pasar y así se lo había hecho saber varias veces a unos incrédulos apóstoles, cumplió a rajatabla la voluntad de Dios y, por decirlo pronto, lo que estaba escrito en el llamado Antiguo Testamento. Palabra a Palabra, circunstancia a circunstancia y paso a paso todo fue ocurriendo, simplemente, como tenía que ocurrir.

Aquel tiempo, en realidad muy poco en la vida de un ser humano corriente, tuvo mucha importancia. Y la tuvo porque en aquellos días, siete (de domingo de Ramos a domingo de Resurrección) todo lo bueno y mejor que Dios pudo dar al hombre se llevó a cabo: desde la entrega del Mejor de entre nosotros a la voluntad del Padre hasta el sufrimiento de una madre, la Madre tras los últimos instantes de la Cruz de Cristo pasando por el ejemplo de misericordia y humildad que supo dar Jesús.

En realidad, si lo miramos desde un tiempo tan lejano como es el nuestro, es posible que todo nos parezca un poco deslucido. Es decir, al no contemplar lo que pasó es como si nos tuviéramos que conformar con lo escrito poco después de todo aquello. Y, ciertamente, nos conformamos porque tenemos fe y porque, entonces, confiamos en los testigos de lo que hicieron con el Hijo de Dios porque no sabían lo que hacían.

Desde aquel domingo en el que Jesús entró triunfal en la Ciudad Santa de Jerusalén hasta el domingo siguiente en el que volvió a entrar tras haber resucitado y salido de aquel sepulcro donado por un discípulo suyo, la bondad del Todopoderoso (¡Alabado sea por siempre!) se manifestó en grado sumo. Y lo hizo porque era su Hijo quien estaba recorriendo aquel corto espacio de tiempo pero intenso en lo espiritual; porque sabía que sólo así se cumpliría con su santa voluntad; porque la sangre del Mesías era el precio que se pagaba por la salvación de la humanidad toda y entera.

De domingo a domingo, pues, la roca sobre la que construir el mundo se sostuvo perfecta ante las asechanzas del Maligno que, por medio de sus discípulos, asestaba el golpe de gracia a un odio amasado con el paso del tiempo, a una inquina maquinadora de venganzas y, por fin, a una persecución que se sostenía en supuestas violaciones de la Ley de Dios. En  realidad, era la tergiversación que el hombre había hecho de ella la causa de todo aquel cumplimiento extremo de la historia del hombre sobre la Tierra.

No es posible negar, si es que no queremos falsear lo que entonces pasó y, sobre todo, el sentido de todo aquello, que aquella semana es, y será siempre, nuestra Semana. Así, escribimos con letra capital lo que es, para nosotros, lo más importante porque en ella nos hemos salvados durante ella aprendió la humanidad cómo hay que comportarse y, también, qué ha de hacer quien se considera, y lo es como dice san Juan, hijo de Dios.

A nosotros, a muchos siglos de distancia de aquellos acontecimientos, nos queda la mirada fija en algo que es como la esencia de lo que somos: unos maderos sobre los que pendió Cristo y sobre los que se ha escrito, desde entonces, lo que siempre debemos ser. Y es que a sus hermanos, a cada uno de los que, desde entonces, ha nacido a la fe católica, nos basta con los mismos para saber, a ciencia y corazón ciertos, que todo agradecimiento por aquello siempre será poco y que todo afán por imitar un ser consecuencia con un grado de eficacia tan grande es, como poco, un ansia y, como mucho, un meta.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
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