Tribunas

En torno a la Cultura. II

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

 

 

Después de considerar los “descartes” que sufren los restos de “cultura cristiana” extendida hoy en Occidente, entramos ahora a considerar el segundo adjetivo que muchos aplican a esa cultura para enriquecerla y que vuelva a sus orígenes: “cultura del diálogo”.

Unas palabras de Benedicto XVI, el 6 de enero de 2012, nos pueden servir para centrar el tema.

“Jesús es el sol que apareció en el horizonte de la humanidad para iluminar la existencia personal de cada uno de nosotros y para guiarnos a todos juntos hacia la meta de nuestra peregrinación, hacia la tierra de la libertad y de la paz, en donde viviremos para siempre en plena comunión con Dios y entre nosotros”.

“El anuncio de este misterio de salvación fue confiado por Cristo a su Iglesia. Ese misterio —escribe san Pablo— «ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3, 5-6). La invitación que el profeta Isaías dirigía a la ciudad santa Jerusalén se puede aplicar a la Iglesia: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos; pero sobre ti amanecerá el Señor y su gloria se verá sobre ti» (Is 60, 1-2). Es así, como dice el Profeta: el mundo, con todos sus recursos, no es capaz de dar a la humanidad la luz para orientarla en su camino. Lo constatamos también en nuestros días: la civilización occidental parece haber perdido la orientación, navega a vista. Pero la Iglesia, gracias a la Palabra de Dios, ve a través de estas nieblas. No posee soluciones técnicas, pero tiene la mirada dirigida a la meta, y ofrece la luz del Evangelio a todos los hombres de buena voluntad, de cualquier nación y cultura”,

“¡Levántate y resplandece!”.  Palabras que el profeta Isaías parece dirigir también, hoy, a la Iglesia. Y ¿qué le recomienda? Benedicto XVI lo señala con claridad: como “tiene la mirada dirigida a la meta, ofrece la luz del Evangelio a todos los hombres de buena voluntad, de cualquier nación y cultura”.

San Pablo nos da un ejemplo de la misión de la Iglesia, en su discurso en Atenas.

Les habla de ese “dios desconocido” a quien los atenienses han levantado un altar, y lo hace dialogando con ellos que eran bien conscientes de que a la retahíla de “dioses” que habían pensado, alguno les faltaba y claman por el “desconocido”. Pablo escucha ese clamor silencioso de aquellos hombres, consciente de que ese “vacío” solo lo podía llenar el verdadero Dios: le anuncia, les evangeliza a Cristo, Dios y hombre verdadero.

No “dialoga” para ponerse de acuerdo entre todos sobre ese “desconocido”. Ya le conoce bien porque se le ha mostrado y revelado en Jesucristo. Y aunque a sus palabras, a su diálogo, solo le hacen caso pocos oyentes, no comienza una conversación con los demás para llegar a un acuerdo a ver si “inventan” una “religión” en la que quepan todos y puedan convivir en un acuerdo de “religión” horizontal, que mire solo al vivir en la tierra en un “humanismo” que se agote en los límites del hombre.

Lógicamente, este humanismo, acabará destrozando la vida, abortando; deshaciendo la familia, inventándose todo “tipo” de familias, también entre humanos y “mascotas”; sosteniendo la pornografía, homosexualidad, abuso de menores, etc. etc.

En su diálogo con todas las culturas y civilizaciones, lo que la Iglesia ha escuchado siempre, y tiene que seguir escuchando, es el latir de la Verdad de Cristo, Dios y hombre verdadero, que Dios ha sembrado en el corazón y en la conciencia de todo ser humano. Y ha dialogado siempre con todos para ayudarles a oírlo y seguirlo, amando y muriendo por todos los hombres como Cristo nos amó y murió por nosotros.

La Iglesia origina esa “cultura del diálogo” para superar errores y malentendidos que se hayan podido dar a lo largo de la historia con hombres y mujeres de todas las religiones, de todas las culturas. Y una vez superados esos obstáculos allanar el camino para anunciar a Cristo a todos los que quieran oír: budistas, musulmanes, judíos, confucianos, ateos, agnósticos, protestantes, paganos, etc. etc.; y catequizar a todos los que anhelen ser bautizados; para que, libremente arrepentidos de sus pecados, puedan vivir el gozo de descubrir lo que Dios les ama.

No es “dialogar” entre todas las religiones originadas en los hombres, para que cada una siga su camino en armonía y en paz; ni mucho menos, es un “diálogo” entre todas para descubrir al “verdadero dios”, la “verdadera fe”, la “verdadera moral”.

La Iglesia sabe muy bien que Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es “el Camino, la Verdad y la Vida”; y por eso, su diálogo no es nunca con el pecado, sino con el pecador para que se arrepienta y viva. No es un diálogo con el espíritu del tiempo para que la Iglesia acomode la Verdad a las exigencias de cada cual después de escucharles lo que se les ocurra, y decidir después, por mayoría de votos, lo que es el Bien y lo que es el Mal.

El diálogo de la Iglesia es un diálogo que anhela manifestar el Amor de Cristo, Dios y hombre verdadero, a todos los hombres, a todas las culturas, a todas las civilizaciones. Es el anuncio del Evangelio, palabras que tienen valor eterno, porque son el hablar de la Palabra de Dios, Jesucristo. Y el Evangelio en su integridad, el Credo, los Mandamientos, las Bienaventuranzas, el Pecado, y la Vida Eterna, vivida en la muerte, el juicio, el infierno –solos- o en el Cielo.

 

(continuará)

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com