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Una autoridad que hace libre

 

Los Evangelios son unánimes: Jesús hablaba y actuaba con gran autoridad. Pero siempre refiriéndose a la autoridad de su Padre, y siempre llamándonos a la libertad.

 

 

 

26 ene 2022, 23:00 | Mons. Joseph Doré, arzobispo emérito de Estrasburgo. La Croix


 

 

 

 

 

Cuando pensamos en Jesús, no solemos pensar en términos de autoridad. Pensamos más bien en la bondad que revelan sus acciones o en la sabiduría de sus palabras. E incluso cuando nos referimos a él como «el Señor», no es porque lo reconozcamos como una especie de déspota, ¡aunque sea «iluminado»! Sin embargo, según el relato evangélico, ésta es una de las fuertes impresiones que causó en los que le seguían por los caminos de Palestina: «Todos se preguntaron estupefactos: "¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad"» (Marcos 1,27). «Les enseñaba con autoridad y no como sus escribas» (Mateo 7,29). Y también podemos remitirnos a Lucas 4,32, lo que significa que los tres sinópticos convergen perfectamente en este punto.

 

La autoridad de sus palabras

Las citas que acabamos de leer lo atestiguan: para Jesús, la autoridad es ante todo la de la palabra. Las famosas «antítesis» del Sermón de la Montaña son uno de los signos más claros de ello: «Habéis oído que se dijo [sigue una cita del Antiguo Testamento]. Pues bien, yo os digo [sigue una palabra del propio Jesús]» (Mateo 5,21ss). Está muy claro que Jesús da a su propia palabra la autoridad de la propia palabra de Dios, porque pretende ofrecer la auténtica interpretación de la misma. En otras palabras, se presenta como un Maestro. Además, los que le rodean no se equivocan. Un comentario del público lo resume todo: «¡Ningún hombre ha hablado como este hombre!».

Y también podemos recordar que, cuando sólo tenía doce años, la sabiduría de sus palabras ya había impactado en el muy competente areópago de los «doctores» de la Ley: los que le oían quedaban «asombrados de su talento y de las respuestas que daba» (Lucas 2,47).

 

La autoridad de sus acciones

En el caso de Jesús, sin embargo, los hechos no son superados por las palabras. Esto es lo que nos llama la atención en primer lugar en los relatos de los llamados milagros de «curación» o de «exorcismo». Jesús comienza desafiando al demonio considerado responsable de la condición del enfermo que se le presenta. El tono es claramente de autoridad incuestionable y, además, el resultado no se hace esperar: «Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen» (Marcos 1,27)

Otra categoría de milagros es aún más espectacular. Si la autoridad de Jesús está marcada en primer lugar por sus palabras, sin embargo santa a la luz en la acción sorprendente que desencadena, en el fruto que produce. Un solo ejemplo, pero llamativo, es el milagro de la «tempestad calmada». «Increpó al viento y dijo al mar: "¡Silencio, enmudece!". El viento cesó y vino una gran calma». La reacción de los testigos es inequívoca: «Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: "¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!"» (Marcos 4,35-41). «Lo obedecen»: en los dos tipos de acciones relatadas, hay un reconocimiento -e incluso, simplemente, una constatación- de una autoridad sin parangón.

 

La autoridad de su persona

Merece la pena destacar un aspecto muy particular de la acción y el comportamiento de Jesús que acabamos de mencionar, y es tanto más llamativo cuanto que se verifica también en sus palabras y enseñanzas. Por último, detrás o más bien a través y en las palabras y los hechos de Jesús, brilla y se revela la autoridad de su propia persona.

Ya es significativo que los testigos del milagro de la tempestad calmada se vean obviamente abocados, a la vista del asombroso resultado de su acción, a cuestionar la identidad personal de quien acaba de realizarlo: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!».

Pero la cuestión también se plantea a propósito del Sermón de la montaña. Cuando Jesús imparte su propia enseñanza, lo hace en términos que dejan claro que no basta con aceptar lo que dice; al contrario, deja muy claro que debe constar que es él quien lo dice: «Habéis oído que se dijo a los antiguos [?] Pero yo os digo». Y, puesto que la fórmula pasiva «Habéis oído que se dijo» se refiere muy evidentemente al Dios de Israel, todo sucede como si Jesús quisiera dar la impresión de que se expresa con la autoridad misma de Dios, y por lo tanto que aquí y ahora, ocupa su lugar, representándolo en todas sus cualidades.

 

Una autoridad recibida de Otro

Sin embargo, esto no es todo, pues por mucho que Jesús hable y actúe por sí mismo, también está claro que nunca lo hace solo o por su cuenta. En todo, en todas partes y siempre, no deja de referirse a Aquel a quien, en un sentido muy especial, llama su Padre, el Padre que le ha enviado, de quien viene y a quien vuelve.

Llama la atención que Jesús nunca toma una iniciativa importante sin retirarse a encontrarse con el Padre en oración (cf. especialmente Marcos 1,35 y 6,46). Y cuando enseña a sus discípulos a rezar, es la voluntad del Padre y no la suya propia la que les invita a pedir (Mateo 6,10). Esto culmina, por supuesto, en la escena de la agonía, cuando su propia oración es: «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad» (Mateo 26,42), y Lucas especifica: «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22,42).

El más explícito a este respecto es, por supuesto, el Cuarto Evangelio, que se ve reforzado por una meditación más larga sobre el conjunto del destino de Jesús. En ella, el profeta y taumaturgo de Galilea declara expresamente no sólo que no dice ni hace nada por sí mismo, sino que sólo dice las palabras que el Padre «le da que diga» y hace las obras que el Padre «le da que haga». Juan 6,38 afirma categóricamente: «he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado». Juan 7,16 añade: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado», y Juan 5,30: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo».

Jesús no podría haber dejado más claro que, si es consciente de tener que ejercer una autoridad personal, y si la ejerce efectivamente, nunca aparece como una prerrogativa que se atribuye a sí mismo. Se trata siempre de la autoridad de un Otro, al que se refiere en todo, y al que sólo representa: el Padre, cuya única voluntad «así en la tierra como en el cielo» (Mateo 6,10) debe cumplirse.

 

Autoridad al servicio de los demás

Queda por mencionar un punto crucial. La evidente autoridad que Jesús reclama y ejerce no sólo se concibe en referencia al Otro amado que es para él su Padre, sino que sólo se dirige siempre a destinatarios a los que respeta, a los que dignifica en el momento mismo en que los interpela y, finalmente, a los que llama siempre a crecer accediendo plenamente a sí mismos.

Basta con seguir el relato evangélico y prestar atención al modo en que Jesús trata a sus interlocutores en todos los encuentros que pueda tener. Nunca se comporta con ellos solamente como un hermano, -¡que obviamente lo es!-, también se presenta siempre como un Maestro con autoridad, pero no para hacerlos dependientes de él ni para someternos de alguna manera.

Por el contrario, siempre es para llamarles a esa libertad en la que insiste San Pablo en el capítulo 5 de su sugestiva epístola a los Gálatas: «Para la libertad nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes, y no dejéis que vuelvan a someteros a yugos de esclavitud [...] Pues vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad [...] Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu» (Gálatas 5:1, 13, 25). Según Jesucristo, la única verdad a la que se nos invita a someternos en última instancia es la que libera, libra, salva.

Una relectura continua de los cuatro Evangelios según este criterio mostrará que la autoridad de Jesús sólo puede entenderse en la asombrosa libertad -¡en todo consentimiento! - que, al mismo tiempo, reclama y hace posible.