Tribunas

 

Desde los orígenes

 

 

Ángel Cabrero

 

 

 

 

 

En 1929 Edwin Hubble descubrió algo que seguramente desconcertó a muchos científicos y filósofos: la expansión del universo. El universo está en constante dilatación. Y, a partir de ese dato, se siguió investigando sobre cómo se produce esa variación y, retrocediendo, se llega al tamaño infinitesimal del comienzo. Desconcertante para tantos que habían negado tranquilamente, sin más apoyo, la creación. A partir de ese momento ya hay más cuidado a la hora de hablar sobre este tema.

Por supuesto sigue habiendo muchos profesionales de diversas materias que pretenden negar la creación. Parece claro que hay un motivo ideológico que no les permite ver otra cosa. Negar la creación es negar a Dios. Hay centros de enseñanza -por ejemplo en EE. UU.- donde se prohíbe hablar de la posibilidad de la creación. Ya no es un tema de discusión, de investigación, no, se niega tajantemente. Cualquier otro planteamiento les dejaría en evidencia.

De todos estos temas trata, de un modo sencillo y asequible, José Ramón Ayllón en su reciente libro: “Orígenes”. Con capítulos breves, bien definidos, va desarrollando cual es la problemática. Para empezar, en los primeros capítulos, de qué manera se han introducido en este concepto tan esencial las diversas ideologías a partir del siglo XVIII, renegando de cualquier posibilidad de intervención divina, incluso con burlas a los creyentes, como para dar más peso.

La pretensión de tener la última palabra en el estudio por parte de los científicos ateos choca con la realidad de la falta de demostración posible sobre la posibilidad de que el universo exista desde siempre y que, incluso, los indicios son más probables, desde el punto de vista científico, incluso filosófico, y no digamos ya religioso, de que hubo creación. “¿No será el cosmos resultado de una espectacular patada cósmica? ¿Y dónde está el jugador?”. Pregunta formulada en clase, con acertada intervención de un alumno. “Pregunta que lleva a una cuestión inevitable: ¿qué había antes del big bang?” (p. 49).

La física no tiene ya nada que decir sobre esto. Al menos deben admitirlo los físicos y quedarse al margen para que intervengan los expertos desde la filosofía y la teología. Los griegos no tenían ningún argumento para pensar en un principio, pero la Biblia empieza con ese dato, “en el principio creo Dios el cielo y la tierra”. Y dado que no parece admisible pensar en la eternidad del universo, es más fácil y lógico pensar en la eternidad de Dios.

Aunque el proyecto no lo veamos, su resultado salta a la vista: ahí están los seres vivos, con toda su abrumadora complejidad. Además, que algo escape a la investigación científica no significa que no exista. Sócrates reconoce que “si no tuviera huesos ni músculos no podría moverme, pero decir que ellos son la causa de mis acciones me parece una necedad” (p. 80). Esta es la cuestión, bastante elemental, y que está en los razonamientos de personas normales, científicos, creyentes, excepto en esos personajes atrapados por las ideologías.

Y por si tuviera que convencerme, el autor explica: “Los elementos químicos no explican por completo al ser vivo, como las piedras no explican el arco y sus dovelas. Si mañana un terremoto echara abajo el acueducto de Segovia, el montón de escombros estaría formado por los mismos sillares que vemos hoy airosamente levantados. Pero solo serían piedras, no acueducto. ¿Qué se añade a la piedra para que se sostenga en el arco? es preciso afirmar que se añade un orden particular” (p. 80). O sea ¿quién ha puesto el orden?

 

 

 

 

 

 

 

 

José Ramón Ayllón,
Orígenes,
Sekotia, 2022.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ángel Cabrero Ugarte