Tribunas

Por ahora no hay 16 tipos de familia

 

Carola Minguet Civera
Doctora en CC. de la Información.
Responsable de Comunicación de la Universidad Católica de Valencia.


Aves.

 

 

 

 

 

Ione Belarra ha desistido de sus dieciséis tipos de familia y los ha sustituido por «situaciones familiares». El nuevo texto del Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 considera como familia «la derivada del matrimonio o de la convivencia estable en pareja, o de la filiación y las formadas por un progenitor solo con sus descendientes», aunque no incluye aún los cambios que podrían introducirse tras el «crítico» dictamen del Consejo de Estado. Por cierto, las familias numerosas no han logrado mantener su nombre y se las llamará de «apoyo a la crianza».

Hay quienes se toman con humor los intentos de colonizar nuestra gramática; quienes a cada intervención estelar de las «lideresas» de Igualdad hacen memes. Está bien, porque el humor es liberador y hay decisiones que merecen tirar de él (en algunas universidades de EE UU ya está mal visto decir «muerto» o «preso» y hay que emplear los términos «persona no viva» o «cliente del sistema correccional»). Sin embargo, otras provocan temblor, como la eliminación de la palabra «padre» en determinados textos legislativos (ahora es un «progenitor distinto a la madre biológica»), pues lo que hay detrás no es baladí: se quiere cambiar el lenguaje para cambiar la realidad. La pregunta, en este punto, es si el lenguaje tiene esta capacidad.

Un filósofo respondería que sí: la realidad se modifica a través del lenguaje. Y lleva parte de razón. La palabra enuncia realidades y, al hacerlo, les otorga existencia. En los textos bíblicos «funciona» así: no sólo hay una descripción del mundo mediante el acto de enunciar las cosas, sino que se da una génesis verbal. Dios habló y se hizo el mar. Sin embargo, decir que si algo no se menciona no existe, tampoco es del todo verdad. Si lo fuera, resultaría muy fácil arreglar el planeta. ¿Desaparecía el cáncer si la palabra fuera eliminada? ¿O el hambre?, planteaba el catedrático Darío Villanueva en una entrevista publicada el pasado domingo.

¿En qué quedamos entonces? En que el lenguaje tiene un carácter performativo, pero hasta cierto punto. ¿Qué punto? La propia realidad. Aunque escribamos en la entrada de un diccionario, porque nos da la gana, que el ser humano tiene alas, el lenguaje no puede hacernos volar.

Este es el punto al que quería llegar: nos podemos dar un batacazo de campeonato. Y es que el problema no son propuestas (verídicas) como las que, en aras a sustituir el lenguaje heteropatriarcal, plantean eliminar la palabra inglesa «woman» porque la segunda sílaba es «man» y la castellana «mujer» por resultar agresiva hacia las personas en transición. Son iniciativas que caerán por su propio peso; llegado a tales absurdos, lo más probable es que esta corriente del lenguaje políticamente correcto e inclusivo termine consumida en sí misma. Lo preocupante es que los nuevos términos proponen experimentos antropológicos que están derivando, por ejemplo, en jóvenes huérfanos de padres vivos porque la masculinidad es tóxica.

¿Se puede modificar la familia a través del lenguaje? Porque somos libres, no estamos obligados a aceptar que la familia es la unión entre un hombre y una mujer hasta la muerte y abiertos a recibir responsablemente a los hijos. Se pueden designar otros tipos de situaciones y/o combinaciones que, de hecho, se están dando. Sin embargo, con la persona no valen los conjuros ni los neologismos. Si intentamos planear cual gaviotas lanzándonos desde un décimo piso al vacío, nos estamparemos contra el suelo.