Tribunas

Raíces que rebrotan

 

 

Ernesto Juliá


Resurrección de Cristo de El Greco.

 

 

 

 

 

El pueblo daba la impresión de que se preparaba para celebrar fiesta. Poco antes de las primeras casas, un hombre y una mujer estaban cuidando un pequeño jardín que acogía una Cruz con Crucificado. Apenas terminadas de arreglar las flores, limpiaron con esmero la figura de Cristo; se persignaron; le miraron y se fueron.

La Cruz había sido reinstaurada en ese lugar, apenas unas semanas atrás.  En ese mismo lugar, desde hacía más de un par de siglos, había un crucifijo de tamaño casi natural. Reconstruido después de la segunda guerra mundial, fue abandonado al cabo de los años por la incuria de los habitantes del pueblo. Y así ha estado, hasta hace apenas un par de años, cuando un grupo de familias decidió volver a alzar la Cruz, y cuidarla.

Son frecuentes las alusiones a una cierta pérdida de la Fe en muchos hogares y pueblos de Europa, de todo el Occidente. Y no es de extrañar que se extienda un cierto pesimismo alimentado por las noticias que recibimos a menudo sobre las desviaciones doctrinales que suponen un abandono de la fe, como la poca frecuencia a la Misa dominical, el descenso de los bautizados y de los matrimonios celebrados en la Iglesia, la aceptación de la práctica homosexual por no pocos eclesiásticos que anhelan, incluso, bendecir las uniones de homosexuales, hombres o mujeres que sean, etc.

Da la impresión de que, incluso entre los creyentes, se ha introducido la idea de que lo cristiano no es más que otra manifestación del sentimiento religioso del hombre y, que, como tantas otras religiones de las que ya no queda rastro, está a punto de agostar su mensaje, y su influencia en la sociedad: los divorcios, los abortos, la violencia sexual, el egoísmo, el materialismo, la búsqueda ilimitada del placer, etc., etc. serían una buena prueba.

Quizá no nos damos cuenta de que dos mil años de cristianismo han originado mucho bien y, a la vez, es patente que no han conseguido convertir a todos y a cada uno de los cristianos en unos santos. La conversión cristiana es cosa de todos los días, y exige un empeño decidido. Pero también es verdad que, incluso en lugares donde la savia está menos viva, la herencia de siglos ha dejado una huella orientadora, que mantiene abiertos los caminos para un revivir de la fe.

Y quizá no nos damos cuenta, tampoco, de que una civilización fundada en una cultura que desconozca la relación del hombre con Dios, y se invente un hombre que quiere construirse su propia naturaleza –lgtbiq,- y sus propios modelos de familias, que nada tienen que ver con la familia creada por Dios- es una civilización condenada a la extinción, a la muerte, al suicidio colectivo.

En una estancia en Francia, hace años, pude ver una de esas huellas dejadas por la conciencia cristiana grabada sobre una piedra del pavimento del atrio de la catedral de Reims. Una inscripción en recuerdo de un hecho que tuvo lugar a las once y dos minutos de la mañana del día 8 de julio de 1962: la visita de Charles De Gaulle y de Konrad Adenauer a la catedral, para sellar la reconciliación de Francia y Alemania.

El abrazo que se dieron esos dos hombres políticos -¿echamos en falta hombres políticos semejantes?- canceló años de guerras fratricidas, fue un fruto de las raíces cristianas de Europa. Estas raíces parecen agostarse por doquier en nuestros días. Tengamos esperanza. Las palabras de Cristo son Palabras de vida eterna, y darán fruto en las culturas y civilizaciones que surgirán en el trascurso de la historia, también en tierras europeas.

El cristiano nunca pierde la esperanza de convertir el mundo. Generación tras generación, el Señor provee a su Iglesia, de hombres y de mujeres santos, canonizados o sin canonizar, que hacen vida la alegría de la Resurrección de Cristo; y hacen posible que la luz de Cristo Resucitado abra las inteligencias y los corazones de muchos creyentes; y mueva el corazón de muchos ateos y se quiten las escamas de los ojos del alma, para ver a Cristo.

En el camino de regreso a París desde Reims, escogimos pasar por Senlis. Divisamos la aguja de la torre de la Catedral a unos veinte kilómetros de distancia, y nos anunció la meta del camino. La Catedral fue comenzada a construir en el siglo XII, terminada, en el XIII, agrandada en el XVI, restaurada en el XIX, y hace años han terminado una nueva restauración. La aguja de la torre seguirá acompañando a los caminantes, y animándoles a mirar al cielo, también en este siglo XXI. Y si algún obús la destruye, como sucedió en tantas otras catedrales de la zona durante la Primera Guerra Mundial, nuevas manos cristianas la volverán a levantar.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com