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Tribunas

Informar y opinar: por y para quién

 

Carola Minguet Civera
Doctora en CC. de la Información.
Responsable de Comunicación de la Universidad Católica de Valencia.


Informar y opinar: por y para quién.

 

 

 

 

 

 

En una tribuna reciente, José Francisco Serrano plantea cómo debería ser la información eclesial y señala claves interesantes al respecto. Una es entender el periodismo como una actividad finalista; es decir, el quid es la intención, no la potencia del medio; lo primero es el porqué y el para quiénes hacemos lo que hacemos. Ciertamente, con la que está cayendo, resulta pertinente interpelar sobre esta cuestión y la hago extensiva a la generación de opinión, también en el periodismo generalista.

La razón es que nos seguimos tragando el mantra según el cual los hechos son sagrados y las opiniones libres, aun cuando nos introduce en una falsa neutralidad que, en realidad, es una estafa al lector o al oyente. Libertad de opinión, sí, por supuesto. Pero que sea una opinión bien armada, que presuponga formación y reflexión, en la medida de lo posible. De lo contrario, traducirá una visión reduccionista de la actualidad y, cuando no se repara en el detalle, la realidad se desdibuja.

Y es que uno de los graves errores de nuestra época es que está generando personas absortas en su burbuja, que sólo alcanzan a relacionarse con otros que piensan igual y a atender únicamente opiniones miméticas. Juan Manuel de Prada dijo el otro día en una entrevista en la cadena SER que una vida plenamente humana es aquella en la que se conoce gente distinta a nosotros, que nos enseñan y a quienes podemos enseñar cosas. Estoy de acuerdo con su advertencia y la aterrizo al plano periodístico: no sólo es muy sano dirigirse y poder hacerse inteligible, incluso amable, a quienes disienten de la propia posición, sino que, si no se plantea así, uno se mueve en un periodismo de fórmula, prefabricado. Inhumano, por tanto.

¿Cómo plantear, entonces, la opinión? No hay recetas ni un decálogo más allá de los códigos deontológicos, la verdad. A mi juicio, una premisa es pensar no sólo en los contemporáneos, aunque parezca antagónico en el periodismo, por eso de responder al hoy y al ahora. Y esto para evitar caer en el afán de complacer el pensamiento imperante y correr así el peligro de ser domesticado o sobornado. Al contrario, el periodista ha de reconocer las verdades (antropológicas, históricas…) pues son inamovibles y, desde ellas, tratar de descifrar lo que ocurre. Así, por ejemplo, no deja de sorprender que al leer tribunas que Chesterton publicó hace un siglo reconozcamos nuestro panorama social y político.

Por otro lado, porque en una cultura como la nuestra hay luces y penumbras, apremia usar la comunicación como una aldaba para golpear la puerta de la opinión pública que esté acomodada en un pesimismo furibundo, en una complacencia ilusa o enterrada en la apatía. Agradezco a algunos periodistas a los que sigo desde hace años que me siguen alertando de determinadas sombras, sobre todo de aquellas con las que nos cubren las ideologías modernas, que oscurecen y campan a sus anchas por la cultura, la política, la educación, la sociedad y, lamentablemente, también por la Iglesia, prometiendo paraísos terrenales e imponiendo dogmas falsos.

Se me ocurre un tercer supuesto, quizás demasiado personal. Lo que más me gusta de la literatura es que alumbra el misterio humano; de hecho, si un libro no lo hace, deja de interesarme. Resulta pretencioso atribuir dicho cometido a este oficio y arriesgada la comparativa (¡el periodismo no es literatura!). No obstante, a la medida de esta disciplina, con su lenguaje y sus códigos, ¿por qué no perseguir este fin? Apuntar alto no significa situarse en lo alto. La altura corresponde a la misión, no a quien la acomete desde el servicio.