Tribunas

Una carta desde la cárcel

 

 

Ernesto Juliá


Cárcel.

 

 

 

 

 

Esta es la carta de un hombre de veinticuatro años. Estaba en la cárcel sufriendo una pena de varios años por robos en tiendas, oficinas, etc. La carta iba dirigida a hermanos y amigos, consciente de que serían sus últimas palabras, y con el deseo de manifestar de algún modo su agradecimiento a lo que habían tratado de hacer por él.

Cuando me dio el sobre, charlamos un buen rato, se confesó bien arrepentido de sus pecados, después de más de diez años de no hacerlo, y recibió al Señor en la Eucaristía, bien consciente de que se estaba preparando para su último y definitivo viaje.

 

“Hola. ¿Cómo os va? Supongo que debéis estar todos muy ocupados con vuestras cuestiones porque, como veo, ningún tenéis tiempo para venir y hacerme un rato de compañía, traerme alguna revista de vez en cuando, o cualquier otra cosa que pueda entretenerme en este lugar que no deseo para ninguno de vosotros.

Tranquilos, esta carta no es para pediros que vengáis a verme (eso tiene que salir de vosotros mismos), ni para echaros en cara el que no hayáis venido. Comprendo muy bien que a nadie le guste ir a la cárcel, y que ver a los presos es desagradable y triste.

Aquí he entendido por qué se puso tan serio Luis aquella vez que organizamos un baile cerca de un penal. A los pocos minutos de comenzar él se fijó en unos presos asomados a las rejas de las celdas al oír el rumor de los discos. Os acordaréis que le sentó tan mal ver aquellas caras que se marchó. Lo tomamos a chacota y le llamamos de todo. Al recordar ahora todo aquello, siento unas terribles ganas de llorar.

Repito, no os pido que vengáis, aunque no me avergüenzo de reconocer que me alegraría veros por aquí. Lo que quiero decir es que, si no venís será porque algunos, o todos, estáis hartos de mí, y pensáis –y no os falta razón- que la culpa de todo lo que me pasa es mía, y yo me tengo ahora que aguantar. Me podéis decir que si no os hice caso cuando me recomendasteis deja la droga, ahora no os vaya con líos, y me quite mis propias castañas del fuego, que ya bastante os he fastidiado.

No me quejo; es razonable que sea así; pero no puedo contener la angustia de saberme aniquilado ya en vida. Cuando llamo a alguno de vosotros y, por casualidad abrís directamente el teléfono, pienso que manifestáis algo de interés por mí, por mis cosas, y algo también de ganas de verme. Luego, todo se desvanece. La cárcel, a fin de cuentas, está sólo a pocos kilómetros de la ciudad, pero al no veros tengo la sensación de que debe ser verdad lo que a veces se me ocurre: que está en las antípodas, allá por Nueva Zelanda. Comprendo la vergüenza de tener allí alguien que fue amigo.

Hago esfuerzos para acordarme de mi madre, y me duele, porque volver a su figura siempre me ha consolado. Ahora, al pensar en ella, en lo que tuvo que luchar para sacarnos adelante a todos los hermanos después de que nuestro padre abandonó la familia; en los sufrimientos que le he proporcionado con mi vida, y que nunca me echó en cara, y al recordar su cadáver desfigurado en el accidente que tuvo justo en una de sus venidas a la cárcel, me produce tal impresión que mis nervios no se serenan ni siquiera después de llorar un rato.

He pasado unos días en la sección de enfermería. Me han llevado allí después de un tentativo de suicidio. Soy consciente de que el suicidio es una barbaridad, pero no veía escapatoria por ningún sitio, y no me encontraba con fuerzas para arrastrar más tiempo lo que me queda de mi cuerpo. La estancia allí me ha abatido todavía más y pienso que habría intentado de nuevo acabar con todo, si no hubiera tenido la oportunidad de desahogarme con un cura que estaba de paso atendiendo a otros enfermos. Ya con el abrigo puesto se paró cerca de mi cama y me preguntó cómo estaba. Parecía que tenía prisa, pero cuando comenzamos a hablar se sentó, y se olvidó del reloj. Hablamos dos horas. Se marchó cuando me trajeron de cenar. Hemos quedado en vernos de nuevo.

Ya no os doy más la lata. Casi tengo apenas fuerza para pediros perdón, y lamento de veras que no me hayáis dado la oportunidad de hacerlo de palabra, personalmente con cada uno. Quizá tampoco os interesaba demasiado perdonarme. El cura me ha dicho que Dios sí lo hará, y se lo agradecí de veras. ¿Me dejaréis también solo en el entierro?”.

 

Murió pocos días después consumido por la enfermedad. Le cerré los párpados y le di un beso en la frente, pensando en su madre.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com