Tribunas

Mama: es tiempo de sonreír (II)

 

 

Ernesto Juliá


Madre e hija.

 

 

 

 

 

Continúo escribiendo, mamá, y perdóname si la carta me sale un poco larga, pero tengo muchas ganas de hablar contigo. Tú me hiciste compañía todos los días de mi enfermedad, y ahora soy yo quien anhelo estar junto a ti, y a papá, para devolveros la sonrisa con la que tratasteis de iluminar entonces mi pena.

En este lado de la vida, en la tierra, a veces consideráis que todo sufrimiento es consecuencia de algún mal que hemos hecho, un castigo. Y como los niños no hemos hecho ninguna barbaridad os duele mucho que suframos. “Qué culpa tienen los pobrecitos” decís; y lo pasáis mal dándole vueltas en la cabeza a la injusticia que pensáis ver escondida detrás de nuestras camas en el hospital. Os parecen completamente inútiles todos esos sufrimientos, como si fuera la burla de una persona que quiere ensañarse con el más necesitado de vuestros hijos y aprovecha nuestra debilidad. Como no sabéis a quien echar la culpa de lo que sucede, os enfadáis con Dios. ¿Acaso no es todopoderoso?, pensáis, ¿por qué entonces permite semejantes injusticias?

Iba pensando en esas cuestiones, cuando al mirar por primera vez a Cristo cara a cara, mama, me supe tan querido y amado como jamás hubiera podido soñar. Yo no me conocía. Seguía siendo yo, Luis, vuestro hijo, y a la vez todo resultaba tan nuevo, tan distinto dentro de mí que, gozando no me sentía dueño de la vida que palpitaba en mi espíritu.

Fue tal mirar de Cristo, el beso de bienvenida con que me acogió y sonaron de tal manera sus palabras: “entra, Luis, en el gozo de mi Padre Dios”, que me olvidé de todo lo que iba pensando. ¡Qué grande sería mi alegría, mamá, papá, si al acordaos de mis ojos, vierais en ellos la luz y el cariño de Cristo!

Y ahora dejadme haceros una confidencia para agradeceros lo bien que guardasteis el dolor dentro de vosotros. Yo me daba cuenta de que papá, cuando al verme tenía ganas de llorar, salía de la habitación y se iba a fumar al pasillo del hospital. Tú, mamá, te contenías más, y sólo vi tus lágrimas en un par de ocasiones. Tú estabas de espaldas a la ventana, y pensaste que quizá yo no podía ver tu rostro, medio adormilado como estaba por los efectos de las medicinas.

Mamá, he pedido a Dios un permiso especial, y me lo ha concedido. Él y yo queremos que tu sonrías, y papá contigo. Como yo sé que a veces te será difícil, me ha permitido que cuando llores, recoja cada una de tus lágrimas, las bese, y Él hará que en tu rostro nazca la sonrisa. Y, cuando aun sonriendo te preguntes qué más has podido hacer por mí, qué sufrimientos me has podido ahorrar, yo te cantaré tu canción preferida en acción de gracias.

No te agobies, mamá, pensando que todo ha sido inútil. Mi vivir, breve en su primera etapa, es ya ahora eterno; y la riqueza del vivir en nada se reduce por la carga del sufrimiento. Quizá todavía la angustia te cierre la garganta; en ese instante, mamá, mira al cielo y me verás sonreír allí entre las estrellas.

Y si alguna vez te asalta la rabia pensando en que todo ha sido cruel, que alguien se ha ensañado contra mí, yo te daré un beso en la frente y descubrirás que el tesoro de mi dolor lo he dejado íntegro en las manos de Jesucristo. Cuando tú y papá las beséis, al llegar aquí, encontraréis que el dolor se ha convertido en un gozo que jamás nadie os arrebatará.

Con todo cariño, vuestro hijo Luis”.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com