Tribunas
03/03/2025
Mil Quinientos Euros
Ernesto Juliá
Quizá no es una cantidad de dinero que llame la atención a todo el mundo. A mí, desde luego, no, aunque nunca la lleve en el bolsillo, ni siquiera convertida en una tarjeta de crédito. De otro lado, disponer de mil quinientos euros en un momento de particular apuro, no está ciertamente lejos del alcance de cualquier fortuna.
No deja de ser, de otro lado, una suma que pase inadvertida, y más para quien vive de un sueldo, y necesita ir haciendo algunos ahorros, con el fin de afrontar momentos más difíciles que se puedan presentar; que se presentan, y con más frecuencia de lo que a veces nos imaginamos.
Viendo, o leyendo, las noticias de los periódicos y de los telediarios, uno puede sacar a menudo la impresión de que una epidemia de egoísmo, de mezquindad, de violencia, de desconfianza mutua entre los humanos, ha invadido la tierra. Si de la caballería de Atila se pudo decir que no crecía la hierba después de su paso; de la fiereza de los tiempos actuales, que nos presentan a veces los medios de comunicación, se podría comentar que dejan el alma incapaz de pensar en las muchísimas cosas muy buenas que florecen cada mañana en cualquier rincón del mundo.
Y ahí va una muestra. El gesto me causó admiración. En días como aquellos, en el seno de la familia nadie pensaba en la muerte, ni en las desgracias. Estaba a punto de llegar el sexto hijo, sin cumplir doce años de casados, y no valía la pena poner caras largas, porque todas las fuerzas se concentraban en ir preparando el lugar al nuevo inquilino. Hasta el más pequeño de la familia, de poco más de un año, parecía empeñado en una carrera de crecimiento contra reloj, para dejar el carrito que todavía utilizaba a disposición del nuevo hermano.
Por mucho que se esforzaban, las cuentas no les cuadraban casi ningún mes. De vez en cuando, una ayuda de la abuela, del abuelo, de un pariente lejano, un ingreso especial por trabajos extraordinarios, resolvían los aprietos más urgentes. La lista de deudas se renovaba, sin cerrarse nunca por completo.
Tampoco había muchas lamentaciones. Los niños iban todos, y todos los días, pulcramente vestidos, limpios y, francamente, ni su madre ni su padre podían quejarse, porque los descendientes les habían salido realmente guapos.
Hasta ahora, todos los críos han visto la luz en el lugar de origen de la madre, en un ambiente familiar, acogedor y, a la vez, ahorrador de gastos. Las condiciones no permitían consumir un duro más de lo previsto, y se hacía necesario recurrir a esa maravillosa especie de economía solidaria, fruto del ingenio y de la vitalidad de los pueblos, en todas las épocas de la historia, especialmente cuando se ven esquilmados por gobernantes ineptos.
Esta vez, y por desgracia, no era posible llevar a cabo un viaje largo. Las circunstancias habían cambiado también en el lugar ancestral de la familia, y el nacimiento de la sexta criatura tenía que ser en la ciudad, en un hospital y en la habitación y cama que correspondieran.
A la madre, se le encogía un poco el ánimo ante la novedad. Mujer hecha a sacrificios inimaginables, y capaz de sacar fruto al último euro, llevaba todo con una sonrisa, convencida de que la vida es el mejor don que se puede transmitir. Cualquier lugar es bueno para traer un hijo al mundo, basta estar rodeada por personas conocidas y queridas. Así ha ocurrido prácticamente desde que la humanidad se ha puesto en marcha, y parece ser que la experiencia no es del todo desalentadora. Sin ahorrar elogios, por cierto, a las clínicas de maternidad que tanto facilitan las cosas.
Vista la situación creada, una amiga de la familia, soltera, con una madre y una tía ancianas a su cargo, decidió dar un paso al frente. Su economía familiar no andaba muy sobrada; la casa necesitaba no pocas reparaciones y, ella estaba anhelando la oportunidad de tomarse un par de semanas de descanso bien merecido el próximo verano. Ya había conseguido ir ahorrando algo. Al enterarse de la noticia, revisó los fondos y se encontró mil quinientos euros ya apartados.
Le costó desprenderse de esa cantidad. Sin pensarlo dos veces ni saber si era suficiente para lo que quería, se fue a casa de su amiga. Metió los billetes en un sobre blanco, se cruzó el bolso a bandolera, lo sujetó con fuerza, dispuesta a hacer frente a cualquier "tirón" que pudiera sufrir, y al llegar se limitó a entregárselos, con un poco de vergüenza y con estas palabras "Toma; para que tengas a la criatura en la clínica que prefieras"; y casi sin esperar a recibir las gracias, se fue.
Los ojos de la madre bailaban al compás del paso de los billetes. De muy buena gana se hubiera olvidado de las otras necesidades de la casa, hubiera llamado a alguna clínica, y considerar la suma como un merecido premio por el sexto.
La experiencia del vivir, y sus oraciones -que rezar, rezan esta mujer, su marido y sus hijos-, le llevaron a ponderar de nuevo la situación. Esperó el tiempo suficiente para que su amiga regresara a casa, y la llamó, para decirle que iría a la Seguridad Social, y que le daba "no sé qué", emplear así ese dinero. La amiga fue tan explícita como ella: "Los euros son tuyos; ya verás lo que haces; por favor, no me los devuelvas".
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com