Tribunas

Alegría de amar y de ser amado

 

 

Ernesto Juliá


Amor al prójimo.

 

 

 

 

 

"Cuando se ha tenido la suerte de amar con fuerza, se pasa uno la vida buscando nuevamente ese ardor y esa luz". Albert Camus reflejó en estas palabras su hambre y su sed de vida. El amar y el ser amado no pasa nunca; deja grabada en el alma una huella imborrable que ni siquiera el tiempo cancela del todo.

El corazón del hombre y de la mujer se rompe en mil pedazos cuando descubre la fuerza de amar y de saberse amado. El miedo a lo desconocido queda pronto vencido por la alegría de compartir la vida con personas queridas; que esa apertura ilimitada del corazón que es el amor no sólo nace entre un hombre y una mujer; surge también entre padres e hijos, hermanos, amigos y amigas, entre quienes disponen su vida al servicio de otros seres humanos.

Quien ama se siente invadido por un aliento de vida, un viento del este, del amanecer, que da color y sabor a todo. Se rompe el corazón y el alma, y un poco también la cabeza, sin que la persona se destruya; se recompone con una nueva capacidad, con límites más amplios, y hasta entonces desconocidos. Amar y ser amado es como un nacer de nuevo; un paso más en el camino de ahondar el sentido del vivir. El grano de trigo cae en tierra para comenzar a germinar; la semilla rompe su corteza, y la vida adormecida se despierta y crece buscando la luz.

El primer vuelo del amor no siempre alcanza las estrellas; no importa, ha valido la pena correr el riesgo y nada es irreparable. La primera desilusión no es nunca una derrota definitiva; y no pocas veces lleva a comprender más a nuestros hermanos, a sufrir con más paciencia con todos. El sufrir del corazón enamorado nunca es estéril; y la alegría de haber amado deja sin raíces los miedos a amar de nuevo.

Y si en el primer volar el alma que ama, y es amada más allá de ser correspondida, se asienta entre los astros del firmamento, la vida adquiere sabor de paraíso. Lo sabe bien la mujer que ha dado toda su vida al primer y único hombre amado; lo sabe bien el hombre que ha centrado su vida en la primera y única mujer querida; y han recreado cada día, hasta la muerte, hasta la vida eterna, la lozanía y el fragor de la primavera.

Lo ha vislumbrado con nitidez el hombre joven, la mujer joven, que enamorados de Dios le han dado su vida en plena juventud sin pedir nada a cambio, bien conscientes de a Quién amaban; y lo descubren en el fondo de su corazón la mujer y el hombre que convierten su vida en dar amor a enfermos, necesitados, por Cristo y en Cristo.

En el primer amor, en el primer saberse querido, y después, ya nada de la vida de quien ama, y es amado, es lo mismo; ya nada se repite; hasta el respirar adquiere una nueva armonía. De alguna manera, y por rincones del espíritu que ni siquiera nosotros somos capaces de identificar, se introduce en nuestra alma un viento nuevo que engendra remolinos de aire fresco y enriquecido en todo nuestro ser.

No basta ese nuevo sentido de la belleza que se desvela a nuestros ojos:   "ahora que estoy enamorado/ todo me parece más bonito", decía con palabras pobres una antigua canción popular. La apertura de nuestra inteligencia, de nuestro corazón, de nuestra voluntad, que el amar, y el ser amado, provocan, nos pone ante la nueva realidad de que la vida ya no nos pertenece en solitario. Hay otros seres humanos que piensan en nosotros, que hacen suyas nuestras preocupaciones, que ven con nuestros ojos y nosotros vemos con los suyos, para no quedarnos ciegos; que sufren y se alegran con nosotros; nada de lo suyo nos es a nosotros extraño, y nada de lo nuestro es para ellos trivial.

Encerrarnos en nosotros mismos, en los límites que nos construimos, no sería más que el mejor camino para la esterilidad de nuestra aventura humana, y borrar del horizonte de nuestra mirada la perspectiva divina de nuestro estar y pasar por la tierra; o el atajo más corto para desembocar en la locura.

A veces paramos nuestra atención en el peso que el amar comporta, en la carga que echan sobre los hombros y los corazones de quienes aman, los compromisos que el amor trae consigo; y apenas sí contemplamos y gozamos la alegría de amar y de ser amado; el gozo de darnos por completo y de besar las manos de quien recibe el don de nuestra vida, y nos da la suya. Una alegría que prepara a los hombres y a las mujeres a soportarlo todo, a descubrir un sentido hasta en los mayores sacrificios, a unirse al amado en medio de los peores sufrimientos. La profunda alegría de darse a Dios, a los demás, a la persona amada, sin esperar nada a cambio. El premio ya está en poder amar; en el gozo de dar.

Incluso la separación física surgida por necesidad, por vueltas de la vida, no destruye las raíces del verdadero amor.

"Los que se aman y tienen que separarse pueden vivir en el dolor, pero eso no es la desesperación: saben que el amor existe", con palabras otra vez del hombre apasionado que fue Albert Camus, y que apenas son una débil sombra de aquellas otras exclamaciones del espíritu de un hombre mucho más apasionado por ser de alma más profunda, Pablo de Tarso: "El amor es longánimo, es benigno, no busca lo suyo, no se irrita; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, lo soporta todo".

El amar siempre nos enriquece. El interés por el poder, la gloria, el dinero, el triunfo, la fama, nunca es un sustitutivo del verdadero amor.

Esa conversión de quien ama comporta no pocas veces sufrimientos y penas, renuncias y sacrificios, que el mismo amar acaba transformando en el gozo de una resurrección. Porque sólo el amor atraviesa la muerte, y lo hace con alegría. Con otras palabras, así lo expresa Carmelo Guillén: "Yo, por dar alegrías, me levanto temprano. / Voy de aire, ligero, aceptando estas alas. / Vivo de amor, de ti, de esos ojos rabiosos/ Que abrasan estos míos. De verdad, no estoy loco".

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com