Tribunas

La mirada aquí, y en la eternidad

 

 

Ernesto Juliá


Manos de abuela y nieta.

 

 

 

 

 

Un amigo mío ha encontrado en estas últimas semanas a varias personas de edad, profesión y condición social muy diferentes, que le han hablado de su deseo de morirse pronto. Querían dejar el peso del vivir cotidiano sobre la tierra y devolver al Creador la vida recibida.

Mi amigo me aclaró que no se trataba de enfermos; eran sencillamente personas corrientes y normales convencidas de haber llegado ya a la última estación, y deseaban dar por concluido el viaje.

No sé si alguno de esos hombres y mujeres, que en estos sentimientos y emociones ante la muerte las diferencias no suelen ser muy notables, ha leído los versos de Jaime Ferrán, que comienzan así:

 

“Vivir es la costumbre de ir muriendo,
de no saber morir. Es la costumbre.
Un pájaro de fuego cuya lumbre
abraza el alma, mientras va cayendo”.

 

Si los hubiese leído, que procure olvidarlos.

No me convence, ni mucho ni poco, esta visión “moribunda” de la vida, como si el vivir fuese una pesada carga que Dios Creador ha puesto distraídamente sobre nuestros hombros, como si el alba de cada mañana no aportase nunca ninguna novedad.

El vivir es algo más que un “ir tirando” movidos por la inercia de los días, de los trabajos y de las circunstancias que todos nos encontramos y en las que está envuelta, y arropada, nuestra vida.

Me volví a acordar del deseo de morir de los cansados amigos de mi amigo pocos días después, cuando me encontré conversando con una mujer, ya entrada en años: ochenta y seis, para ser claros. Firme en la atención y la dirección de múltiples asuntos e intereses familiares, me conmovió oírla hablar de proyectos cara al futuro, de nuevas técnicas, nuevos mercados y perspectivas de crecimiento para sus empresas.

Su sonrisa me recordó a Sócrates. A la pregunta de uno de sus discípulos de por qué se dedicaba a estudiar nuevas cuestiones pocos días antes de su muerte, Sócrates le contestó que así se moriría con la mente enriquecida de nueva sabiduría.

Entre quienes desean descargar ya el peso del vivir, y mi amiga de ochenta y seis años, la diferencia tiene un nombre: Dios, Vida Eterna.

Las fuerzas del ser humano son limitadas, y de vez en cuando nuestras fronteras aparecen con tanta claridad, que surge naturalmente el temor de tener que sobrepasarlas algún día.

Mi amiga lleva siempre en el corazón a toda su familia: marido, ocho hijos; treinta y siete nietos, de los cuales dos sacerdotes; diez biznietos. Reza por todos ellos, y se alegra con las buenas notas que saca el biznieto mayor, con los triunfos de los nietos ya enraizados en sus vidas profesionales, con el anuncio del bautizo del último biznieto. No deja de rezar a la Virgen María por el matrimonio de una nieta que estaba todavía soltera. Y estrenó un nuevo peinado para darle una alegría al último de sus hijos, que al fin había encontrado una mujer con la que compartir su vida, casándose, ya rondando los cincuenta años.

Entregando los negocios en manos más jóvenes, que no dejaban de contar con su experiencia para contrastar decisiones; se ocupaba de ayudar a hijos, nueras, nietos, biznietos, en los caminos del espíritu, en amistad con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y se preocupaba, entre otras cosas, de un par de biznietos no bautizados.

El Señor le dio la alegría de que los padres del pequeño se decidieran incluirlos en la inmediata celebración de bautismos en su parroquia. Alegría a la que añadió la noticia que recibió de una sobrina-nieta que, después de afirmaciones contrarias, estaba decidida a casarse en la Iglesia. Mi amiga solía comentar que, con confianza, y esperanza, en Dios, todo se podía arreglar.

Era el triunfo del vivir. La anciana, no vieja, ayudando a toda la vida nacida de sus entrañas, hacia un futuro que no se acaba nunca: la Vida Eterna.  Quería dejar el buen recuerdo de constancia y perseverancia en el trabajo, de no doblegarse ante las fatigas, y no vivir mano sobre mano los años que el Señor quisiera concederle. Estaba convencida –y yo también- de que cualquier cosa buena que hiciera en la tierra, le serviría también en el Cielo.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com