09/09/2025 | por Grupo Areópago
“Hay casa porque hay intemperie. Y la intemperie pide amparo. Hay escuela porque hay mundo. Y el mundo pide atención. Hay casa y hay escuela porque, en el amparo y en la atención, cada uno puede hacer camino y madurar, para dar fruto. ¿Qué tipo de fruto? Más casa y más mundo” (J. M. Esquirol “La escuela del alma”, 2024).
Septiembre es el mes de la escuela. Los niños, familias y maestros se vuelven a reencontrar con ella desde que los poderes públicos decidieron suprimirla durante tres meses. Por ello, septiembre debería ser nominado por la ONU como el mes de la escuela; con todo lo que representan tales nominaciones para reivindicar algo bueno… y revitalizarlo. Como no lo hacen las instituciones debemos hacerlo nosotros. ¡Y ahí va!
La escuela no es un lugar cualquiera. Es un lugar que lo hace importante, necesario y significativo los que lo ocupan y lo buscan durante toda su vida; porque -y ahí se encuentra su clave- “existen escuelas que llevan su nombre y no son escuela y otros que no lo llevan y son auténticas escuelas” (de la obra citada). Fuera de toda duda está que es un lugar muy especial, porque ayuda a crecer, a madurar y a dar frutos, es decir a humanizar; y eso es muy importante:
Es un lugar para aprender, educarse y formarse. Tres conceptos muy similares con determinados matices, en muchos aspectos intercambiables. Y si lo queremos más profundo lo damos categoría performativa, pues no solo se queda en eso, sino que además cambia hechos y vidas. En la historia de la filosofía-pedagogía ha sido muy intenso el debate entre educare -como nutrir- y educere -como sacar-; hoy en la escuela auténtica -la de verdad-, la que busca, la que práctica conjuntamente reflexión-acción-evaluación, se sabe y se practica que en la síntesis de ambas se conjuga una buena praxis escolar. Pero también es un lugar que aprende, con un inmenso currículo oculto forjado en el tejido de la historia.
Es un lugar para el encuentro. Encuentro con otros compañeros, con los maestros y consigo mismo. Quién no recuerda los buenos y malos momentos, las anécdotas, las vidas…, compartidas en común con otros y que nos han hecho madurar en las diversas escuelas de nuestra vida; porque uno no se educa solo sino en compañía, en comunión, con otros; y quién no recuerda al maestro o los maestros que han dejado profundas huellas en sus vidas. Y lugar de encuentro también con nosotros mismos, pues la escuela de verdad promueve un intenso viaje interior -por “el mundanal silencio”, en palabras de R, Panikkar- que actúa como savia necesaria para madurar y producir fruto.
Es un lugar para formalizar procesos. Porque uno madura y produce frutos a través del tiempo; “trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos”, como muy bien nos lo señaló el recordado papa Francisco, pues los procesos serios generan y construyen pueblo. En un mundo de prisas y ansiedades que produce personalidades zombies, vacías, sin alma…, las escuelas generan acciones que alimentan personalidades capaces de construir más casa y más mundo.
Es un lugar de paz y que nos entrena en su búsqueda para construir nuestro mundo, tan necesitado de ella. Y un lugar para cuidar y cultivar el alma. Porque en el corazón del alma anida la esperanza que hace al hombre mirar el futuro con la certeza de que los frutos, aunque sencillos y pequeños no se pierden, y sirven de alimento para construir esa casa-mundo mejor que todos deseamos.
Sin duda, puede ser lugar para muchas más cosas buenas, pero el espacio impone límites. La continuación queda para la sabia reflexión de los lectores. De esta forma haremos de septiembre el mes de la escuela y las escuelas.
GRUPO AREÓPAGO