Tribunas

Saborear el Silencio

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

 

 

No es de todos saborear el silencio, como no es de todos degustar la soledad; y, sin embargo, entre las exigencias más profundas de la naturaleza humana, está la de desentrañar el propio ser en el silencio.

Se ha subrayado con cierta insistencia –quizá para ayudarnos a vencer el egoísmo que llevamos dentro- eso de que el hombre es un “ser social”. Y es verdad. Se nos recuerda de vez en cuando la necesidad de ser solidarios con todos los demás habitantes del planeta, preocupándonos del hambre en un país lejano o a las puertas de casa. La Iglesia nos trae a la memoria con frecuencia la “comunión de los santos”, ese vínculo espiritual que nos une a todos los “hijos de Dios en Cristo Jesús”, que nos hace a cada uno responsable, de manera inefable, de la suerte de los demás, en el bien y en el mal.

Todas esas consideraciones me parecen muy acertadas. Ahora nos toca reconocer que la solidaridad fraterna entre nosotros no excluye ni el silencio ni la soledad; es más, los exige, si de verdad queremos llegar a vivir ahora una “comunión de los hombres” y, en su día, una “comunión de los santos”. Es el mismo silencio solitario en el que un artista crea y pondera sus obras; en el que una madre contempla y ama a sus hijos.

Silencio y soledad –que en verdad es uno mismo con Dios; que la soledad de uno mismo consigo mismo acaba siendo verdaderamente insoportable- son necesarias para que cada uno tome conciencia de sí mismo, de su existencia; de “quién es” y de “para-quién-es”. “La humanidad de quien no se calla jamás, desvanece”, decía muy certeramente Guardini. Y sólo así, nosotros hoy llegaremos a tomar conciencia de nuestra propia humanidad, del sentido de nuestro caminar en la tierra.

Para gozar de este silencio en soledad enriquecedora con Cristo, tenemos un gran enemigo: el ruido. Tengo la impresión de que el momento actual de nuestra civilización está produciendo demasiado ruido, fuera y dentro del hombre. Las falsas noticias sobre el Papa actual, son un buen ejemplo.

Nos rodeamos a veces de demasiado ruido interno, de ruido el espíritu, para huir de la soledad del silencio. La televisión encendida todo el día, la radio en el coche y en la oficina. Buscamos información de cualquier país y sobre asuntos de lo más disparatados, que no sabemos siquiera asimilar para algo útil. Ruidos en el oído y en la cabeza que nos impiden vivir la alegría de sentir el aleteo de un mosquito. Y es una pena, porque en ese momento comenzaríamos a saber que estamos vivos y a darnos cuenta de lo que vale nuestro propio vivir.

La belleza y riqueza del silencio la expresó muy bien Jean Guitton: “El silencio nos conduce al punto más íntimo de nosotros mismos, allí donde la eternidad nos toca y nos vivifica, allí donde la eternidad nos habla en un susurro de palabras”.

Y en la Biblia leemos: “en el silencio y en la esperanza encontraréis vuestra fortaleza” (cfr. Is 30, 15). Es cierto. El silencio y su soledad recrean en el interior de nuestro espíritu el momento de nuestra propia creación, nos permiten reproducir – y hacerlo propio- el encuentro de Adán con Dios en el jardín de paraíso.

Quizá uno de los frutos –no sé si directamente deseados- de las batallas de los ecologistas sea, precisamente, invitarnos a añorar el silencio, saboreando en soledad el silencio de la naturaleza. Pasa el avión, y las nubes siguen en silencio.

Pero al hombre no le es suficiente el silencio de la naturaleza; y como no se puede librar del todo del ruido externo, necesita todavía con más urgencia el silencio dentro de sí. Aún en medio del rumor de las avenidas, los naranjos producen su fruto en silencio. También el hombre de hoy, que trabaja y se consume en mil afanes de servicio para sostener en pie el mundo, añora el silencio del alma, del espíritu.

Sólo en la soledad de ese silencio podrá dar su mejor fruto: la contemplación y la adoración de Jesucristo, el Verbo de Dios, la Palabra de Dios.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com