Tribunas

El vivir de los muertos

 

 

Ernesto Juliá


Anciano en un cementerio.
Pexels photo.

 

 

 

 

 

La muerte continúa siendo un tabú para un cierto número de personas. Alguna, incluso, considera poco civilizado, y ciertamente de mal gusto, tratar de la muerte en una conversación, como si fuera un tema de mal gusto, o por lo menos, muy poco delicado.

La realidad de la muerte lleva consigo un cambio de perspectiva. Es cierto. Obliga a pararse, a meditar, a ponderar las cosas del vivir; ejercicios del pensamiento de la memoria, que quizá a algunos se le pueden hacer particularmente penosos y arduos. La muerte, sin embargo, es una realidad inevitable e ineludible, no obstante, las imaginaciones calenturientas de algún que otro aficionado a jugar con la realidad del ser humano. Ninguna criatura permanece siempre sobre la tierra; y no es extraño, por tanto, que el sólo hecho de enfrentarse a una realidad semejante sobrecoja y asuste.

Quizá para algunos hablar del miedo a la muerte pueda sonar demasiado fuerte y poco agradable, y prefieran emplear la palabra malestar. Es lo mismo. Y aclaro enseguida que no me refiero a esos miedos momentáneos, profundísimos en ocasiones, por los que todos los seres humanos hemos de pasar, de frente a la separación, al desgarramiento, y a una cierta sensación de aniquilamiento de un modo de ser persona, alma y cuerpo material unidos, que la muerte comporta.

Ni siquiera la certeza de la resurrección nos hace familiar y normal la muerte. Y sin embargo, para que el hombre recupere el pleno sentido de su vida, es preciso superar en nuestro espíritu el cierto vacío que conlleva la muerte, y lanzar una maroma que vincule para siempre la vida con la muerte en la eternidad.

Para conseguirlo, nos es de ayuda impagable el vivir de los muertos que hemos amado en vida. El convivir de la esposa con la falta del marido muerto; el añorar del hombre la cercanía de su mujer ya fallecida. El convivir de la esposa con la falta el marido muerto; el añorar del hombre la cercanía de su mujer ya fallecida; la vida del amigo en la muerte del amigo; del hijo en la madre fallecida, de la madre en el vacío que dejó su hija..., facilita en cierto modo la continuidad entre el tiempo de la tierra y la eternidad; y empuja de alguna manera a dar entrada de alguna manera a la vida eterna en nuestro espíritu. Hasta el mismo Cristo escogió este camino, invitándonos a convivir con Él, muerto y resucitado, en la Eucaristía: “prenda de vida eterna”.

Y no se diga que la vida sin fin, la vida eterna, nos la hemos inventado los hombres, en búsqueda de un consuelo a los males de esta tierra. La afirmación de algunos que en el temor a la muerte está el comienzo de la religión, me ha parecido siempre poco inteligente, y todavía menos racional y nada científica. Si no hubiera sido creado por Dios, el hombre no podría descubrir esa inefable “memoria de Dios”, único fundamento de toda relación del hombre con Dios. Sin la palabra de Dios que desciende a la tierra, jamás hubiera existido la tierra, ni se alzaría una voz que llegara al cielo.

Por eso el creyente que anhela encontrarse con el Creador al dejar la creación, se esfuerza, y pide la gracia de alcanzar esa visión cristiana -la objetivamente verdadera- de la muerte, que tan bien expresó José Luis Martín Descalzo en su último poema:

“Morir sólo es morir. Morir se acaba,
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba”.

 

Y quizá el no creyente, para descargarse del peso de la muerte y rechazar la herencia de la eternidad solitaria –el infierno-, intenta una y otra vez –sin conseguirlo nunca del todo- banalizar la muerte, olvidarse de sus muertos, que ya no existen, de los que ya no queda ni rastro. Y quieren que desaparezcan todos los cementerios, pensando que así dejaríamos de pensar en “el vivir de los muertos”.

¿El paulatino cerrarse de los cementerios, el reducir el difunto a unas cenizas que se pueden esparcir por cualquier lugar, no estará en los origines del aumento tan notable de suicidios, en gente madura y en gente joven?

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com