Opinión

Las lágrimas de Javier

 

José María Alsina Casanova


Javier Sartorius.

 

 

 

 

 

 

 

A los pocos días de ordenarme sacerdote —hablo de hace 31 años— me fui con un grupo de jóvenes a hacer una acampada en la población catalana de Sant Llorenç de Morunys. Muy cerca de este pueblo, en lo alto, se encuentra el santuario de Lord.

Tenía muchas ganas de volver a ver a mi amigo Javier Sartorius, a quien había conocido en mis tiempos de seminario en Toledo y que, unos años antes, se había trasladado a este precioso lugar del Pirineo catalán para llevar una vida retirada de oración, trabajo y penitencia.

Subimos la empinada cuesta que conduce al santuario y, al llegar, enseguida nos salió al encuentro Javier con su distinguida sonrisa. Habían pasado varios años desde la última vez que nos vimos en Toledo. Las primeras arrugas se dibujaban en la frente del antaño deportista, convertido ahora en un humilde ermitaño. Dimos solos un pequeño paseo; me enseñó su lugar de trabajo y su pequeño tractor. Irradiaba paz y felicidad.

Después de orar en la iglesia ante la Virgen, le pedí que se dirigiera a los jóvenes. Fueron unas palabras breves. Nunca olvidaré aquel momento en el que, clavando su mirada en aquellos muchachos, les dijo con convencimiento que veía en ellos miradas limpias, y añadió: «Si no conocéis el pecado, ojalá nunca lo conozcáis». Luego les confesó: «Yo sí he conocido el pecado, y el Señor lo ha perdonado todo». De repente, su rostro se transformó y, con un dolor contenido, les dijo: «Luchad por evitar el pecado, porque cuando uno conoce a Dios, conoce su amor y le duele mucho haberle ofendido. Siempre piensa que no tendrá suficientes lágrimas para pedirle perdón y darle gracias». Aquellas palabras salían de lo más profundo del corazón de un hombre que, como antaño el duro patrón de Galilea, también se había cruzado con la dulce y piadosa mirada del Maestro. Se grabaron en mi alma.

Volví al Lord hace ahora cuatro años. Estuve durante una semana de retiro en una ermita. Sobre la mesa me encontré con una taza con una fotografía de Javier. Me hizo gracia… ¡cada mañana desayunaba con mi amigo Javier! Él había partido hacia la casa del Padre en 2006. Su historia empezaba a difundirse como un reguero de cariño, admiración y devoción entre mucha gente.

Al final de mi retiro estuve orando ante la tumba de Javier, que se encuentra junto a la de sus padres, en aquel paraje espectacular, junto al Santuario de la Virgen. Recordaba su sonrisa, su mirada llena de paz, sus palabras a aquellos jóvenes…

La semana pasada, viendo la película-reportaje Solo Javier, reviví de nuevo los encuentros con este hombre de Dios y la última conversación que tuve con él por teléfono, dos meses antes de su muerte. Le llamé para pedirle que diera un testimonio para un grupo de jóvenes. Con pena me dijo que no sería posible porque se encontraba muy enfermo en el monasterio cisterciense de San Miguel de Dueñas, en León. El día después de su entierro, me encontré en Toledo con su primo misionero Christopher Hartley. Me contó que, al finalizar la Misa exequial, el obispo de Solsona, Mons. Traserra, había pedido que se iniciara el estudio de la vida de Javier para considerar, si procedía, que se comenzara su proceso hacia los altares.

A los pocos días después de ver la película, recibimos la dolorosa noticia de Carlos Loriente, sacerdote de Toledo. Me acordé de nuevo de las palabras de Javier a los jóvenes, y le pedí a Javier sus lágrimas: lágrimas para Carlos, lágrimas para los sacerdotes, mis lágrimas… lágrimas con las que sepamos responder, desde la conversión y la respuesta de santidad, al dolor de un Dios que sigue amando y llamando; al dolor de un pueblo, el pueblo santo de Dios, que, porque nos ama, ora y sufre con sus sacerdotes y por sus sacerdotes.