Tribunas
06/10/2025
El don de llorar
Ernesto Juliá
Lágrimas ante la Cruz del Señor.
Los hombres suelen tener vergüenza de llorar; y es una pena que todavía se mantenga en pie ese tabú ancestral que considera el llanto apropiado solamente para las mujeres.
Quizá en una zona subconsciente del alma varonil, pesa todavía demasiado la enumeración que hizo Cervantes del buen llorar del hombre: “Por tres cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la segunda, por alcanzar perdón del pecado; la tercera, por estar celoso: las lágrimas no dicen bien en un rostro grave”. En mi opinión, don Miguel se quedó muy corto en esta relación de motivos del llanto, quizá porque no llegó a entrever que el llorar es uno de los desahogos más sublimes que nos ha concedido nuestro Creador. Sabe muy bien que el hombre necesita descargar su espíritu al menos tanto como lo necesita la mujer.
Todos lloramos, unos más que otros, es cierto, pero todos: jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, enfermos y sanos, conservadores, retrógrados, progresistas, etc. Quién no llora en la muerte de la madre, derrama lágrimas de alegría en el nacimiento de un hijo; quién hace frente sin inmutarse al ataque del enemigo, se deshace en llanto de desesperanza y frustración ante la traición del amigo. Y ¡quién no ha llorado plácidamente al volver a besar a su madre, ya anciana, al cabo de los años? Quizá en esos momentos ha saboreado las lágrimas como un don de la ternura de Dios hacia los seres humanos.
Quizá no haya un gesto más entrañablemente humano y divino como las lágrimas, que el mismo Jesucristo, Dios y verdadero, vivió en la muerte de su amigo Lázaro. Los Apóstoles también derramaron lágrima, y me atrevo a decir que no ha habido santo que no hayan llorado. Las lágrimas abren las puertas de esas cárceles angostas en las que cualquier ser humano se siente de vez en cuando aprisionado. ¿Qué otro recurso queda ante la muerte de una criatura inocente; al sufrir una injusticia que no estamos en grado de reparar; ante la rebelión de un hijo; al padecer ante una enfermedad completamente imprevista; ante la locura repentina de un ser amado?
Quizá muchas personas sientan vergüenza de que otras las vean llorar, como si un rostro lloroso fuera una humillante manifestación de debilidad, un signo de inmadurez, o de incapacidad para sobreponerse a determinados acontecimientos de la vida. No me parece muy feliz el comentario de Jacinto Benavente a propósito de las diversas circunstancias en las que llora un hombre y una mujer: “Los hombres, comenta, lloramos casi siempre solos; las mujeres no lloran sino cuando tienen a su lado una persona amiga que puede enjugar su llanto”. Y no es feliz, sencillamente porque todo ser humano que llora desea se consolado, aunque quizá pocos son conscientes de que quien únicamente les puede consolar allá en el fondo de su alma, es Dios: era lo que pensaban los hombres y las mujeres, a los que, a lo largo de mi vida, he encontrado llorando en solitario en un rincón de una iglesia.
“Una vida en la que no cae una lágrima es como uno de esos desiertos en los que no cae una gota de agua; sólo engendra serpientes”. El comentario de Castelar, aun con su buena dosis de romanticismo, no deja de ser acertado. Sólo quien sabe llorar, no odia, no guarda rencor, no alimenta deseos de venganza, y consigue dar rienda suelta a la alegría de su espíritu con una serena sonrisa.
El sonreír después del llanto es como el arco iris, un símbolo de paz, de serenidad. Y, por el contrario, El no saber, o no querer llorar tiene ya un atisbo de maldición, una condena a ser cruel, y a no perdonar nunca. Es una de las desgracias que puede ocurrir en la vida de un hombre, de una mujer.
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com