Tribunas
20/10/2025
Tres vidas sencillas. I
Ernesto Juliá
Cunas climatizadas para recién nacidos
                        en países en vías de desarrollo.
                        
                        
Marcela, Petronille, Francesco, tres nombres para tres historias ocurridas hace ya algunos años, quizá en torno a unos belenes expuestos aquí y allá, en estaciones de ferrocarril, en iglesias, en plazas de tres ciudades distintas y lejanas.
En su simplicidad y normalidad, son historias que sobrecogen un poco el ánimo; ese "poco" que el espíritu necesita para llenarse de gozo tras el peligro superado, y estar en paz para saborear la luz recibida. Ese "poco" de sufrir en y por los demás, que los mortales agradecemos porque impide que nos dejemos dominar por la rutina o por el acostumbramiento, y descubramos tantas riquezas escondidas en nuestros prójimos.
Las sonrisas y las voces de Marcela, de Petronille y de Francesco forman hoy, cuando trato de sacarles del olvido en estos folios, ya en sus siete-ocho años de vivir en el mundo, parte de una sinfonía siempre incompleta escrita en honor a la vida que se esconde en el palpitar de cualquier corazón humano, aun en los momentos de mayor tristeza y amargura.
Desde que se asomaron al mundo, esas tres criaturas han luchado para sostener su sinfonía, y lo han hecho en condiciones que hubieran desanimado a cualquiera. Marcela, en España, se enfrentó con el vivir dotada de un corazón casi inútil; Petronille, en Francia, se presentó a la luz del día con meses de anticipación y con un cuerpo capaz apenas de sostener el alma; Francesco, en Italia, "haciéndose el fuerte" defendiendo desde su debilidad su derecho a vivir, decidido a no permitir obstáculos en su camino. Los tres han dado ya cumplidas gracias al sin número de buenos samaritanos que, en su desamparo, las han rodeado de cariño y les ayudado a triunfar.
Marcela se ha despertado al nacer en un mundo acogedor, defendida por el cariño de sus padres y por el ambiente humanamente cálido de un departamento de maternidad, en un hospital que visto desde el exterior parece no tener alma, y que dentro guarda tantos rescoldos de sacrificio, de servicio, que son amor. Médicos y enfermeras se dieron cuenta enseguida, apenas oídos los primeros lamentos de su llanto, que el minúsculo corazón que le había permitido sobrevivir en el seno de su madre, era del todo inadecuado para enfrentarse con el ritmo de los días y de las noches.
Su llorar se iba apagando lentamente; el susurro de su alma parecía estar ya a punto de extinguirse para siempre como uno de esos regatillos que osan entrar en el desierto, dispuestos a atravesarlo, con un caudal de agua apenas perceptible. "Estoy aquí, parecía decir, y como bastante trabajo me ha costado, ayudadme por favor a seguir estando".
Una familia en dolor contempló el correr silencioso de las lágrimas de los padres de Marcela. Madre, padre, tres hermanos de nueve, siete y cinco años, acompañados de un sacerdote, se dirigían a un lecho cercano, para bautizar al cuarto fruto del matrimonio, una niña con una grave enfermedad del cerebro, ya en su última hora de vida. La madre, con un corazón más grande que su pena, preguntó qué mal aquejaba a Marcela, y apenas recibida respuesta, su espíritu se iluminó: sus meses de embarazo, sus alegrías y sus penas, la misma vida de su hija no serían inútiles.
Pocos minutos después del bautismo, la niña dejó de respirar; el equipo médico extrajo el corazón y hoy continúa latiendo en el pecho de Marcela.
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com