Tribunas

Cristo Rey, Fiesta Universal

 

 

Ernesto Juliá


Cristo Rey.

 

 

 

 

 

El 11 de diciembre de 1925, Pio XI publicó la encíclica Quas primas, en la que instituía una fiesta universal en la Iglesia, la fiesta de Cristo Rey.

Después de recordar su primera encíclica –Ubi arcano Dei Consilio- en la que señaló la situación de la Iglesia y de sociedad con las que se enfrentaba, situación muy semejante a la que vive Europa hoy, y buena parte del mundo occidental, como podemos ver al leer el n. 23 de la Quas primas:

“Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios”.

Poco ha cambiado desde 1925. Ese abandono de Cristo sigue de modo más o menos semejante, y las consecuencias de guerras, injusticias, abortos, olvido de la realidad del pecado, destrucción de matrimonios y familias, que se han unido a las que el mismo Pío XI señaló en su día: “ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad” (n. 24).

 La fiesta de Cristo Rey es una llamada de la Iglesia a todos nosotros, creyentes en que Cristo es Dios y hombre verdadero, para que recordemos, a nosotros y a nuestras familias, que, para que haya paz en la sociedad, es preciso que Cristo reine en las familias, y en cada uno de nosotros. Cristo quiere reinar, y muy especialmente, en nuestras almas. Así lo vio, con toda claridad san Josemaría Escrivá: “Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si Él preguntase: “tú, ¿cómo me dejas reinar en tí? Yo le contestaría que, para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traduciría en un hosanna a mi Cristo Rey” (Es Cristo que pasa, n. 181).

Por ese camino, el Señor nos dará la Gracia de vivir lo que señala Pio XI, en el n. 25 de la encíclica que comentamos:

“Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey (...) impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos (...), si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor”.

Y la que de verdad se alegra de que Cristo reine en nuestros corazones y en nuestra familia, y en la sociedad, es la Virgen María:

“María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como sólo Ella sabe hacerlo, Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de la caridad, como un rio de paz. Porque Tu eres mar de inagotable misericordia: los ríos van todos al mar y la mar no se llena” (Ibídem, 187).

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com