Tribunas
24/11/2025
Nicea, el nuevo musical de la Gran Vía
José Francisco Serrano Oceja
La catedral de la Almudena,
epicentro de la celebración ecuménica
por el 1700 aniversario del Concilio de Nicea.
Ignacio Arregui

No hacía falta haber leído el reciente libro editado por Sígueme, “Fontes Nicaenae Synodi”, trabajo de Samuel Fernández, un libro imprescindible, se lo aseguro, para intuir y saber que el acto ecuménico que había organizado la Conferencia Episcopal por 1700 aniversario del Concilio de Nicea era importante.
Si como dijera Juan XXIII, “un Concilio es un acontecimiento destinado a dejar una huella indeleble en la Historia de la Iglesia”, qué tendríamos que decir del primero, de Nicea.
El frío ha caído ya sobre Madrid. Jueves noche o noche de jueves. La catedral de la Almudena no es precisamente un templo en el que el calor se palpe. Gélidos muros, gélida historia, gélido mosaico de trayectorias.
Quizá el calor proceda de ese apoteosis de popularidad que representa el trono de la imagen bendita de Nuestra Señora, “oculta en los muros de este viejo Madrid”. La catedral de la Almudena demasiado pegada a las Cortes que cortejan.
Que el acto sea ecuménico le daba esa nota de universalidad y de cesura histórica. No es sólo la Iglesia, es el cristianismo el que se congrega. Pueblo de Dios, el justo para ocupar los bancos.
Los obispos, que llegan de una Asamblea Plenaria saturados de sentada, ocupan joviales los primeros bancos de un lado que no sé si es el derecho o el izquierdo, según se mire, el hoy cuestión de perspectiva. El cárdenal Cobo se mueve, de un sitio para otro en los minutos previos, cosas del anfitrión. Me encuentro con un Vicario de Madrid y le pregunto, “Oye, aquí, ¿quién representa a Arrio? ¿Y a Alejandro de Alejandría?”.
Comienza el acto, preside el presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Luis Argüello, que se mueve con solemnidad por el presbiterio, dato éste que no había percibido hasta ahora. Le acompañan en perspectiva, ésta otra, representantes de varias Iglesias, algunas de ellas con rostro de mujer.
Leo a vuela pluma el cuaderno de la celebración, el texto de la declaración conjunta, glosa del Credo Niceno, de la fe Nicena común. La estructura de la celebración da mucho juego, permite momentos de interioridad teológica, también espiritual.
Conmemoramos la fe común de Nicea, lo que nos une y no lo que nos separa. La interioridad demanda siempre anterioridad, eso también es la tradición de la Iglesia.
En esas estamos cuando se impone la música. ¿Nicea, La Almudena o la Gran Vía? La música, dirigida por el últimamente omnipresente Toño Casado, ya sabes, el vecino de su vecino, hace que la memoria de Nicea, el homousios declarado, consensuado, aceptado, recibido, se convierta en un musical de la Gran Vía. No sé, a estas alturas, si estoy escuchando los ecos de un credo recitado en griego o la banda sonora de la Sirenita.
La orquesta, que lógicamente lo llena todo, se parece demasiado a la del musical Malinche de Nacho Cano. Una señoras saldrán luego del templo comentando que no les ha gustado la música. No, señoras, no se trata de me gusta o no me gusta, como si fuera un like de las redes retrosociales; se trata de comprensión de lo que se celebra, de la relación entre anterioridad e interioridad, de memoria y dignidad también litúrgica, aunque sea ecuménica. ¿A quién se le habrá ocurrido tamaña disfunción algo más que estética?
Para evitar tentaciones maximalistas pienso que quizá sea la influencia de ese cristianismo juvenil, tipo Hakuna, que ahora está de moda. Melodías que sirven lo mismo para recordar el credo y los cánones de Nicea que para tomar un buen vino de la Ribera del Duero en una terraza chillout de la Gran Vía.
Prefiero dedicarme a imaginar qué ocurrió en Nicea. Prefiero fijarme en las heridas de la persecución que portaban visiblemente los padres conciliares, como señala Eusebio; prefiero recordar que Constantino, el obispo de fuera, les pagó a los padres conciliares los gastos del viaje y de la estancia; prefiero imaginar cómo un hispano, Osio de Córdoba, propuso, o eso dice él en una carta, la solución para que se les aclarara el lío en el que les había metido el tal Arrio, que era un tipo de cuidado, con mucha garra, y que con sus canciones que se cantaban en el puerto de Bacaulis, en Alejandría, había extendido la herejía.
Ah, que Arrio compuso la Talía, un poema para ser recitado y cantado y que hasta los peluqueros en sus barberías, por el tono y ritmo de la sirenita, discutían sobre la sustancia, la naturaleza de Cristo… Canciones de Arrio, el segundo movimiento del nuevo musical de la Gran Vía, la Talía en Nicea, en la Gran Vía.
José Francisco Serrano Oceja