Cartas al Director

 

Pretendiente a dictador

 

 

 

“No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución;
se hace la revolución para establecer una dictadura.”
George Orwell

 

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 04.06.2024


 

 

 

 

Cuando escucho a alguien decir que hay que revitalizar, fortalecer, limpiar, regenerar la democracia, y que hay que hacerlo porque esa es la voluntad o el mandato de los españoles, y por eso hay que depurar esto o aquello, me echo a temblar, y no puedo sino pensar que se está identificando el concepto de democracia con los deseos personales de quien así se manifiesta. Vamos, la democracia a medida de…

No tenemos más que echar la mirada atrás para recordar las tragedias provocadas por Hitler, Lenin, Mussolini o Gadafi, solo por citar algunos ejemplos.

Todos se presentaban como amantes de la paz, del diálogo, y casi enviados por la gracia divina para salvar a sus respectivos pueblos del caos y la barbarie que representaba un enemigo que solo existía en sus calenturientas mentes, que hubieron de inventarlo para instrumentalizarlo como pretexto.

La figura del iluminado regenerador se presenta casi siempre como alguien que opera desde una posición de supuesta superioridad moral, aprovechando su posición de poder para influir y controlar a los demás. Utiliza el brillo superficial y las promesas grandiosas que le proporciona su estrado para ocultar sus verdaderas intenciones. Normalmente una desmedida ambición de poder nacida de sus delirios. En su actuar, se asemeja a un prestidigitador que engaña y deslumbra con trucos, creando una ilusión de poder y éxito que nada que ver tiene con la realidad.

El aspirante a dictador se posiciona como un intermediario entre las personas comunes y una esfera superior, como si tuviera un acceso especial a conocimientos o poderes divinos. Esto refuerza su autoridad y justifica su comportamiento a los ojos de sus seguidores, quienes pueden llegar a ver en él una figura, al menos, tan admirada como temida. Sin embargo, esta mediación es una construcción artificial, una herramienta para consolidar su dominio.

Constituye una insensatez —incluso un atentado contra nosotros mismos— dejarnos llevar por las permanentes y degradantes etiquetas creadas por la interesada propaganda del populismo. Es urgente reflexionar críticamente sobre las verdaderas motivaciones y la autenticidad de tales figuras. Constituye un suicidio social dejarse llevar por el brillo superficial, y no buscar la sustancia y la verdad detrás de las apariencias.

Solo los débiles, fanáticos, iletrados u oportunistas carentes de escrúpulos —que no suelen ser pocos— aclamarán ciegamente a esta clase de profetas que, aunque puedan parecer fascinantes y magnéticos, solo explotan su capacidad de influencia en función de sus  manipuladores intereses.

El aclamado utilizará los hombros de sus aclamadores para trepar o mantenerse en la cúspide de sus ambiciones.

Pero que nadie se engañe: estos sujetos no buscan la colaboración o el empoderamiento de sus seguidores, sino que les inducen hacia una forma de sumisión y abandono de su propia voluntad. Una vez logrado su objetivo, no tendrán el menor escrúpulo en deshacerse de quienes les ayudaron en su escalada. Quizá sean estos los primeros llamados a desaparecer. Pudieran ser testigos molestos de actuaciones desconocidas —no siempre ejemplares— utilizadas para lograr el insospechado ascenso de tales personajes.

No hay que revitalizar, ni depurar, ni fortalecer nada. La democracia está inserta en nuestra Constitución, y solo hay que respetarla, cumplirla y no prostituirla.

En los últimos tiempos ha habido demasiadas experiencias de lo costosa que es la incoherencia, la dubitatividad en los criterios; de lo onerosa que es la toma de decisiones improvisadas para solapar aquellos temas que resultan incómodos al poder, de la indigencia diplomática en la que dejan a España —no las mentiras— sino la brújula loca que constituyen los permanentes cambios de opinión, única base de la política española desde hace años.

La autoridad ejercida arbitrariamente despierta siempre un profundo repudio ético. El poder tiende a volverse tiránico, sin límites. La armonía, la estabilidad, y el auténtico progreso —que no el progresismo— de un pueblo, se basa en el consentimiento mutuo y no en la confrontación y el enfrentamiento, en derribar muros y construir puentes de entendimiento; su ausencia engendra tiranía, imposición sin justificación. El ejercicio más puro y brutal del poder es el arbitrario, desprovisto de justicia o moral, simplemente "porque sí", nacido del interés —legítimo o espurio— personal.

Es urgente sustituir el yo caudillista por la democracia de las urnas. Son los hombres los llamados a servir al país, y no el país el obligado a servir a un solo hombre. No hay que hacer revisiones de ninguna de las instituciones que integran la democracia. Lo que hay que revisar son los comportamientos unipersonales.

Cuando un hombre presta juramento —como es el caso de los representantes de los distintos poderes del Estado— pone a su propia persona en prenda; se hipoteca en su promesa, se tiene así mismo en sus manos. Como el agua. Si se arriesga a abrir los dedos, perderá toda esperanza de volver a encontrarse. La persona que se niega a sí misma se transforma en un espejismo, se convierte en alguien que persigue desesperadamente la sombra inexistente de quien quiere aparentar que es, pero que jamás será. Se torna en un espectador de su propia vida, observándose desde la distancia. En su negación, pierde la conexión con su verdadera identidad, para navegar por sus días como un barco sin timón en un mar agitado por las turbulencias y contradicciones creadas por él mismo.

Cuando una persona cambia de opinión constantemente, sus argumentos, para tratar de ser creíbles, necesitan ser prolijos, acudir a temas ilusionantes, engatusadores, fantásticos como borrar infames hechos para convertirlos en obligados derechos, hacer promesas de riqueza rápida, conspiraciones misteriosas o historias de logros inverosímiles, y aun así, la verdad —al igual que el agua— siempre encuentra la manera de salir a la luz, desenmascarando las falsedades y dejando al descubierto la fragilidad de las mentiras porque nadie puede ofrecer lo que ha dejado de reconocer en sí mismo.

Estas situaciones se producen cuando se degrada la democracia y desde el propio gobierno se inducen maniobras encaminadas a subvertir el orden constitucional, y concentrar el poder en una sola persona, núcleo familiar o grupo político reducido.

En los países occidentales avanzados, hace años que dejaron de ser concebibles las revoluciones sangrientas. Hay métodos más sofisticados para alterar el orden constitucional de un país desde el propio gobierno de forma gradual, vistiendo las distintas medidas con el disfraz de la legalidad, medidas que indefectiblemente desembocarán finalmente en la dictadura personal de un sujeto, por supuesto, sin moral, y carente del menor escrúpulo.

Este método es particularmente insidioso porque cuando la sociedad se apercibe de lo sucedido, el proceso suele ser ya irreversible. La clave está en usar los mecanismos del Estado y las leyes para socavar la democracia desde dentro, sin recurrir necesariamente a la violencia abierta.

Un proceso así, está asentado indefectiblemente, en la ocultación de la realidad, en el engaño, la tergiversación de los valores, los derechos y obligaciones, por medio de la perversión del lenguaje. En suma, es una gigantesca mentira.

Lo más cruel de la mentira es la desolación que deja tras de sí.

 

 

César Valdeolmillos Alonso