Cartas al Director

 

No es esto, no es esto

 

 

"La historia de España es la historia de una continua desintegración"
España invertebrada
José Ortega y Gaset

 

 

 

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 15.09.2025


 

 

 

 

Decía Ortega y Gasset, en una de sus reflexiones más lúcidas y desgarradas, al comprobar con amargura el rumbo que tomaba aquel proyecto político que él había apoyado como una esperanza de regeneración y concordia, se estaba desviando de su ideal —la creciente radicalización, el sectarismo, la violencia callejera y la nula voluntad de los dirigentes para buscar puntos de encuentro—, comprendió que aquello que había nacido con promesas de renovación se estaba transformando en un camino hacia el enfrentamiento. Entonces pronunció sus célebres palabras: “No es esto, no es esto”.

Hoy esas palabras resuenan como una incómoda admonición, casi como un augurio lanzado desde el pasado hacia nuestro presente.

Porque lo que hemos visto en los últimos días en la Vuelta Ciclista a España, y muy especialmente en su etapa final en Madrid, no son simples incidentes aislados ni exabruptos pasajeros. Han sido escenas de violencia que deberían avergonzarnos a todos: insultos, agresiones, riesgos intolerables para la vida de deportistas cuya única misión era competir, sufrir y entregarse en una de las pruebas más prestigiosas del calendario internacional.

¿Acaso alguien cree que una caída provocada en medio de aquel clima de hostilidad no puede costarle la vida a un ciclista? ¿Acaso alguien ignora que esas imágenes, transmitidas al mundo entero, han mostrado una España crispada, bronca, incapaz de mantener la calma en un espectáculo deportivo que debería ser sinónimo de fiesta, de convivencia, de unidad?

Nadie discute —sería absurdo hacerlo— que cada persona tiene derecho a opinar, a expresarse y a manifestarse. Pero hay una línea que jamás se debe cruzar: el insulto, la violencia, el poner en peligro la vida de otros o alterar el orden público. Ahí no hay derecho posible, ahí no hay libertad que ampare. Eso ya no es expresión: eso es destrucción. Porque quien pretende luchar contra la violencia con violencia, termina siendo parte de ella.

Y lo ocurrido no puede explicarse como un estallido espontáneo. No. Tras cada uno de esos actos hay organización, hay estrategia, hay financiación, hay cabezas que piensan y diseñan, hay canales de comunicación que difunden. Y lo más grave: hay una permisividad intolerable que permite que se desarrollen a plena luz del día, cuando estaban anunciados, previstos y hasta alentados. El Estado tiene medios más que suficientes para impedir la violencia; la pregunta es: ¿por qué no lo hizo?

Siempre que algo perjudica a alguien, otro alguien se beneficia de ese algo. Ahora es el momento de preguntar en voz alta: ¿a quién ha favorecido que España apareciera en los titulares del mundo no por el esfuerzo titánico de sus corredores, sino por los gritos, empujones y crispación de quienes pretendieron secuestrar un acontecimiento deportivo para convertirlo en campo de batalla?

El daño internacional ha sido evidente. La Vuelta, que debería reforzar nuestra imagen como país capaz de organizar con orgullo y prestigio un evento de alcance global, se ha convertido en escaparate de nuestra fractura social y política. No es un simple tropiezo: es un paso más en la deriva que amenaza con desbordarnos.

Resulta inconcebible y profundamente peligroso que el mayor responsable de una familia promueva, anime o estimule el enfrentamiento entre los miembros de su propia familia. Porque lo que en una casa sería motivo de ruina y desolación, en una sociedad se convierte en la antesala de un desastre.

Y aquí conviene volver a Ortega: “no es esto, no es esto”. Porque no se construye una nación alentando el odio entre hermanos. No se edifica una convivencia sólida transformando al adversario en enemigo, ni sembrando en la vida pública un lenguaje envenenado diseñado para destruir socialmente al que piensa distinto. Un país jamás podrá progresar sobre la base del enfrentamiento; al contrario, los enfrentamientos lo arrastran inexorablemente hacia el abismo. Esa semilla germina siempre en lo mismo: polarización, fractura, violencia. Y cuando la violencia se extiende, ya nadie puede controlarla.

España conoce demasiado bien esa lección. No podemos permitirnos reabrir heridas que tanto costó cerrar. La Constitución de 1978 fue, sobre todo, un acto de sensatez y reconciliación. Fue el gran acuerdo que permitió a varias generaciones vivir en paz, con discrepancias —sí—, pero sin que esas discrepancias desembocaran en sangre. ¿Vamos a tirar ahora por la borda ese legado?

La violencia no puede tener cabida ni justificación en nuestra sociedad porque nunca sabremos si habrá freno capaz de detenerla: cuando la tormenta se desata, lo arrasa todo. Una vez que estalla, siempre va a más. Nadie puede prever dónde acabará ni quién pagará el precio más alto. Por eso la primera obligación de una sociedad madura es cortar de raíz cualquier brote de odio y rechazar con firmeza a quienes lo comprenden, lo alientan, lo justifican o lo toleran.

Hoy más que nunca es el momento de hacer un llamamiento urgente a la sensatez, al sentido común, a la concordia. No hay causa, no hay idea, no hay bandera que justifique poner en peligro la vida de un ciclista o de cualquiera otro, ni mucho menos el futuro de un país entero.

Porque al final, en los enfrentamientos todos pierden. Y si seguimos jugando con fuego, llegará el día en que la chispa salte y lo que se incendie no será una carrera ciclista, sino nuestra propia convivencia.

No es esto lo que necesitamos. Es concordia. Es unidad. Es paz. Y es ahora, antes de que sea demasiado tarde.

 

 

César Valdeolmillos Alonso