Cartas al Director
La persistente sombra de la Leyenda Negra
"Un pueblo que reniega de su pasado,
acaba condenado a repetirlo como farsa o a vivirlo como vergüenza."
César Valdeolmillos Alonso | 07.10.2025
El 12 de octubre no es solo una fecha simbólica en el calendario: es la conmemoración de un encuentro histórico que dio origen a una de las comunidades culturales más vastas y diversas del planeta. Sin embargo, cada año la celebración del Día de la Hispanidad reabre un viejo debate: ¿debemos sentir orgullo por aquel legado o vergüenza por las sombras de la conquista? La persistencia de la leyenda negra, todavía esgrimida con éxito dentro y fuera de España, convierte esta jornada en la ocasión idónea para reflexionar, con rigor y sin complejos, sobre nuestro pasado común y sobre el uso interesado que aún se hace de él en la política contemporánea.
Cinco siglos después de que España se convirtiera en la primera potencia global de la historia, su imagen sigue lastrada por un relato forjado en la propaganda de sus enemigos: la Leyenda Negra. Lejos de ser un recuerdo marginal, esta narrativa se ha instalado en la conciencia de muchos españoles de buena fe,
De este modo, lo que en otros países se combate con una narrativa nacional positiva, en España se ha convertido en un arma interna de polarización.
El origen de una propaganda eficaz
La leyenda negra no nació de la nada. Tuvo un detonante preciso: la obra de fray Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552). Escrita como alegato moral para sacudir la conciencia de la Corona —y probablemente también la suya propia, por haberse beneficiado en sus primeros años de la encomienda—, fue inmediatamente utilizada por Inglaterra, Holanda y Francia como prueba del supuesto carácter genocida del Imperio español.
De la mano de grabados, panfletos y crónicas manipuladas, el español pasó a ser visto como un ser cruel, fanático y atrasado. Frente a la propaganda anglosajona, que presentaba sus colonizaciones como “misiones civilizadoras”, España quedó marcada como símbolo de intolerancia y barbarie. Lo decisivo no fue que otros países creyeran en esa propaganda —todos usaron relatos similares contra sus rivales—, sino que España nunca supo contrarrestarla con eficacia. La autocrítica de Las Casas, unida al pesimismo barroco de sus élites intelectuales, dejó el terreno abonado para que esa imagen prosperase.
El eco en Hispanoamérica
Con el tiempo, la leyenda negra encontró un segundo cauce: el relato independentista de las repúblicas hispanoamericanas en el siglo XIX. Para construir su identidad nacional, necesitaban justificar la ruptura con la metrópoli. Y el recurso más sencillo fue presentar a España como potencia opresora y atrasada.
Todavía hoy, en muchos manuales escolares latinoamericanos, el conquistador español aparece descrito en términos maniqueos: saqueador, genocida y tirano. Ese relato se convirtió en herencia transmitida de padres a hijos. Sin embargo, la evidencia histórica de que España reconoció jurídicamente a los indígenas como súbditos con derechos, legisló para limitar los abusos y fomentó un mestizaje único en el mundo apenas tiene cabida en esos textos, donde se oculta un hecho decisivo: mientras otras potencias colonizadoras exterminaron a los pueblos originarios, España se mezcló con ellos y los incorporó a una comunidad que no solo fue política y cultural, sino también moral: un nuevo modo de entender la vida y la dignidad humana, muy distinto de los sacrificios rituales que habían marcado su pasado, y donde, por primera vez, aquellos pueblos fueron reconocidos como parte de una comunidad universal.
La apropiación por la izquierda española
Lo más singular es lo ocurrido en España misma. A raíz del Desastre del 98 y de la crisis de identidad nacional que provocó, intelectuales y políticos comenzaron a asumir los tópicos de la leyenda negra como explicación de la decadencia. El regeneracionismo, la Generación del 98 y, más tarde, la izquierda republicana convirtieron aquel relato en un arma cultural contra la tradición nacional, hasta el punto de que, a comienzos del siglo XX, España ya había hecho suya la propaganda que sus enemigos habían creado siglos atrás.
Desde entonces, y con mayor fuerza desde la Transición, la izquierda política ha encontrado en la leyenda negra una herramienta de combate cultural. Vivimos en un tiempo en el que las voces de quienes sufrieron tienen más fuerza que nunca. Las historias se cuentan desde la herida, desde el dolor de los sometidos o silenciados. Y en ese clima, la leyenda negra encaja con facilidad: ofrece un relato sencillo, casi infantil, donde unos aparecen como verdugos absolutos y otros como víctimas inocentes.
Pero la realidad fue mucho más compleja. Mientras otros imperios redujeron a los pueblos originarios a la condición de despojo y, en muchos casos, los borraron del mapa, España optó por un modelo distinto: no hubo exterminio ni segregación, sino integración. El resultado fue una sociedad mestiza, con universidades fundadas en el siglo XVI, leyes que reconocían —al menos sobre el papel— la igualdad jurídica de indios y españoles, y una herencia que perdura en millones de latinoamericanos que hoy se llaman a sí mismos “hispanos”, hablan español, llevan apellidos españoles y comparten con nosotros una misma memoria cultural.
Una historia contada desde la culpa
En España, cualquier exaltación de nuestro pasado quedó durante décadas contaminada por la sombra del franquismo. El resultado fue demoledor: se vació el espacio para un orgullo histórico democrático y, en su lugar, prosperó la aceptación acrítica de la visión negativa.
De este modo, lo que en otros países se combate con una narrativa nacional positiva, aquí se ha convertido en un arma interna de polarización. La izquierda la usa para erosionar la legitimidad simbólica de la nación, mientras la derecha, cuando lo hace, responde con una idealización acrítica del pasado.
En gran medida, la aceptación de la leyenda negra por muchos españoles de buena fe se explica por cómo se ha contado nuestra propia historia. Durante décadas, los programas escolares —especialmente en los últimos cuarenta años, bajo leyes educativas diseñadas en clave ideológica— han transmitido una visión marcada por la culpa, donde el pasado imperial se presenta más como una cadena de sombras que como una herencia compartida. Sin un relato integrador y equilibrado, el alumno, y luego el ciudadano, acaba creyendo más en los clichés heredados del extranjero que en la historiografía seria de su propio país, reforzados además por un discurso político interno —especialmente promovido desde la izquierda— que ha hecho de la culpa histórica una herramienta de combate cultural. Así, la historia de España se percibe resignadamente como algo vergonzoso, y no como lo que fue en realidad: un proceso complejo, con luces y sombras, pero también con aportaciones únicas que transformaron el mundo.
El ejemplo más claro está en la Inquisición. En los manuales escolares aún aparece como una máquina implacable de muerte, un símbolo absoluto del fanatismo español. Sin embargo, los estudios modernos demuestran que, aunque fue una institución represiva y condenable, sus cifras de ajusticiados fueron mucho menores que las de otros tribunales europeos de la misma época. Aun así, la caricatura persiste porque alimenta la idea de una España oscurantista, útil a determinados intereses políticos que han hecho del pasado una herramienta de confrontación y del discurso de la culpa un arma de legitimación.
La solución no pasa por negar los abusos, sino por colocar la historia en su contexto y reivindicar lo que hizo distinta la experiencia española. Desde una perspectiva moderna, España puede desmontar la leyenda negra con tres ejes fundamentales:
La evidencia historiográfica.
Investigadores como Henry Kamen, Ricardo García Cárcel o Joseph Pérez han demostrado que los tópicos de la Inquisición, el genocidio indígena o el atraso cultural son, en gran medida, exageraciones o manipulaciones. Divulgar estos estudios de forma accesible es esencial si queremos que la historia deje de ser rehén de la propaganda.
El mestizaje como modelo único.
Mientras otros imperios segregaban o exterminaban a la población originaria, España construyó una sociedad mestiza que hoy constituye el mayor puente cultural entre Europa y América. Y la prueba está a la vista: millones de latinoamericanos que han alcanzado las más altas magistraturas o los mayores reconocimientos culturales llevan apellidos españoles. Ahí están un Juárez, de raíces zapotecas, que presidió México en el siglo XIX; un Morales, que dio voz a los aymaras desde la presidencia de Bolivia; un López Obrador, que reivindica su ascendencia indígena pero gobierna con apellidos españoles; un Castillo, que llegó desde el campesinado a gobernar el Perú; o, en el terreno cultural, un García Márquez, que encarnó en el idioma común la identidad mestiza de América y llevó la literatura hispánica a la cima universal, junto a un Vargas Llosa, que desde el Perú ha demostrado que esa misma herencia puede dialogar con la modernidad y proyectarse al mundo con libertad y ambición universal.
Una narrativa nacional democrática.
España necesita apropiarse de su historia sin complejos. Ni hagiografía ni autoflagelación: un relato que reconozca errores, pero que también destaque aportes positivos al mundo moderno. Solo así se podrá sustituir el discurso de la culpa por el del legado compartido.
Ha llegado la hora de sustituir la vergüenza por el orgullo sereno y de reconocer lo que de universal tuvo la aventura hispánica: haber tejido, con sangre y esperanza, una comunidad de pueblos y destinos que aún hoy se extiende por dos continentes y medio. La pregunta no es qué hicieron nuestros antepasados, sino qué hacemos nosotros con ese legado. O lo asumimos con dignidad, reconociendo la herencia que nos une con millones de personas a ambos lados del Atlántico, o seguiremos viviendo atrapados en una sombra que, cinco siglos después, aún proyecta más poder que nuestra propia voz.
Y conviene recordarlo con una imagen sencilla: esa historia común late todavía en los apellidos que millones de latinoamericanos llevan consigo cada día. Cada García, cada López, cada Rodríguez o Ramírez no es solo un nombre: es la huella de una herencia compartida que ni las leyendas, por negras que sean, han conseguido borrar.
César Valdeolmillos Alonso