Cartas al Director

 

Preguntas sin respuesta

 

 

"Del silencio ante Machado al enigma del Sáhara: dos episodios paradigmáticos de un gobierno que ha hecho del silencio y la ambigüedad su forma de respuesta"

 

“Nada descompone tanto el alma de un pueblo como la mentira sostenida desde el poder.”
Ortega y Gasset

 

 

 

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 17.10.2025


 

 

 

 

Cuando un tema no le conviene, Pedro Sánchez calla, y si habla es para no decir nada. Si no miente, niega; y si responde, transforma la pregunta en un ataque a la ultraderecha o a algún enemigo imaginario.

Su modo de comunicación es el silencio, o la inversión semántica llamando avance al retroceso, diálogo a la imposición y consenso al sometimiento.

En su Gobierno, la palabra ha dejado de ser instrumento de verdad y entendimiento para convertirse en herramienta encubridora y de confrontación.

La última ausencia ha sido tan sonora como expresiva: el silencio del Gobierno ante la concesión del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado, símbolo universal de la resistencia democrática frente al chavismo.

Su reconocimiento ha sido celebrado por las democracias de todo el mundo —de Washington a Bruselas, de París a Roma— como una victoria de la dignidad frente al despotismo.

El gobierno de España, sin embargo, calló.

Ni una palabra de apoyo, ni una felicitación, ni siquiera una nota diplomática.

Solo tras el clamor mediático, el Gobierno intentó justificar su silencio con una mentira que lo agrava: “No solemos felicitar a los premiados.”

Bastó un repaso de hemeroteca para desmontar la farsa. Sánchez sí lo había hecho antes, con Malala Yousafzai, con la ONU, con el Programa Mundial de Alimentos, con Abiy Ahmed.

El silencio con Machado, en cambio, no ha sido olvido: ha constituido  una declaración ideológica.

 

María Corina Machado: el silencio que delata

El caso Machado no es una anécdota diplomática, sino un síntoma de alineamiento moral.

La política exterior española lleva tiempo aproximándose a los regímenes y movimientos que las democracias atlánticas consideran una amenaza.

El Ejecutivo se muestra complaciente con China, cordial con Cuba, cómplice del Grupo de Puebla, ambiguo con Hamás y condescendiente con Maduro. Y en el plano interno, pacta con quienes justifican o banalizan el terrorismo de ETA.

No estamos, por tanto, ante una omisión protocolaria, sino ante un posicionamiento político consciente: España ha dejado de mirar hacia Bruselas y Washington para mirar hacia Pekín y Caracas.

Y lo peor no es el silencio: es la mentira con la que se pretende encubrir. Porque quien miente para disimular su complacencia con la tiranía, acaba siendo parte de ella.

No es la primera vez que el Gobierno actúa con opacidad ante decisiones que comprometen la dignidad nacional. Su silencio, envuelto en falsedades, es la expresión más visible de una diplomacia que ha renunciado a los valores que dice defender.

Y si ese silencio indigna por su inmediatez, hay decisiones pretéritas cuya trascendencia las mantiene vivas, aunque el tiempo pretenda borrarlas.

Una de esas decisiones —tan grave en su fondo como en su forma— fue el enigmático giro de Pedro Sánchez en la cuestión del Sáhara Occidental, un movimiento político que, lejos de cerrarse con el paso del tiempo, continúa proyectando sus sombras sobre la política exterior española.

No es solo que aún no se haya dado una explicación convincente; es que sus consecuencias siguen pesando sobre la posición internacional de España, sobre su credibilidad ante sus aliados y, sobre todo, sobre su conciencia moral como nación.

 

El giro marroquí: un enigma sin respuesta

Hasta marzo de 2022, la posición española —y especialmente la del PSOE— respecto al Sáhara Occidental fue clara durante casi medio siglo: neutralidad activa y apoyo a las resoluciones de Naciones Unidas sobre la autodeterminación del pueblo saharaui. Esa postura, mantenida por presidentes de toda ideología, representaba un principio de coherencia y responsabilidad de Estado.

De pronto, sin debate parlamentario, sin acuerdo del Consejo de Ministros, sin consulta al Consejo de Estado, sin información al propio PSOE —cuyo ideario histórico siempre sostuvo la autodeterminación del pueblo saharaui—, y sin comunicación previa a los grupos parlamentarios ni al jefe del Estado, Pedro Sánchez envió una carta al rey Mohamed VI calificando la propuesta marroquí de “autonomía bajo soberanía del Reino” como “la base más seria, creíble y realista” para resolver el conflicto.

Aquella decisión, adoptada en la más absoluta opacidad, no solo rompió con medio siglo de consenso nacional en política exterior, sino que violó los principios esenciales de la democracia representativa, sustituyendo la deliberación colectiva por una iniciativa de origen incierto y motivaciones nunca aclaradas, y la transparencia institucional por la confidencia privada.

En política, tan grave como la mentira es el secreto que la protege: y este cambio, ejecutado sin luz ni taquígrafos, sigue siendo hoy un misterio que compromete la confianza del Estado en sí mismo.

Fue el giro más abrupto e inexplicable de la diplomacia española desde la Transición.

Las consecuencias fueron inmediatas: ruptura con Argelia —socio energético estratégico—, crisis con el Frente Polisario, desconcierto en Bruselas y creciente malestar interno por la sumisión de España a los intereses de Rabat.

¿Y qué motivó el cambio?

¿Puede un país alterar de la noche a la mañana una política de Estado que se ha mantenido inalterable durante casi medio siglo? ¿Puede un presidente decidir en solitario —sin consulta al Parlamento, sin deliberación en el Consejo de Ministros, sin dictamen del Consejo de Estado y sin respaldo expreso de su propio partido— un cambio tan profundo en una cuestión tan sensible como el Sáhara Occidental?

¿Qué motivó, entonces, aquella carta dirigida al rey Mohamed VI, en la que se calificaba la propuesta marroquí de “autonomía bajo soberanía del Reino” como “la base más seria, creíble y realista” para resolver el conflicto?

¿Fue una convicción política, una maniobra estratégica, una decisión improvisada… o la respuesta a supuestas presiones nunca reconocidas? ¿A qué intereses servía aquel gesto? ¿No resulta extraño que semejante viraje —que tanto favorecía a Marruecos— se produjera sin contrapartida conocida, sin acuerdo firmado, sin documento público que lo justifique? ¿Y que, pese a ello, el Gobierno insistiera en que no había “cesión” alguna, mientras el país vecino lo celebraba como una victoria diplomática?

¿A cambio de qué se tomó esa decisión? ¿Fue realmente “a cambio de nada”?

¿Puede haber algo más inquietante en política internacional que actuar sin beneficio ni transparencia?

Y cuando parecía que el episodio no podía generar mayor desconcierto, llegó la Reunión de Alto Nivel de febrero de 2023.

En el mundo diplomático, esos encuentros no se improvisan: cada minuto de la agenda, cada protocolo, cada saludo y cada fotografía se acuerdan previamente entre ambos países para evitar cualquier equívoco o malentendido.

¿Alguien puede imaginar que un presidente del Gobierno viaja al extranjero acompañado por once ministros sin que el país anfitrión haya aprobado hasta el más mínimo detalle del programa? ¿Alguien puede creer que una visita de esa magnitud no tenga naturaleza de viaje de Estado? ¿O que el jefe del Ejecutivo español pudiera enterarse, ya en suelo marroquí, de que el rey Mohamed VI no lo recibiría, no por causa imprevista, sino porque estaba de vacaciones?

Si todo estaba acordado —como dicta la práctica diplomática—, ¿qué lectura cabe hacer de ese gesto? ¿Un simple contratiempo o una humillación cuidadosamente administrada? ¿Y qué consideración otorga ese gesto a España en el contexto internacional? ¿Se puede imaginar mayor menosprecio hacia un país que acaba de otorgarte su respaldo político más valioso?

Y, pese a todo, seis meses más tarde, el propio presidente del Gobierno eligió Marruecos como destino de sus vacaciones familiares. ¿Es habitual que un dirigente, en pleno ejercicio del cargo, decida pasar su descanso en el país donde ha sido públicamente desairado? ¿No resulta aún más sorprendente que lo haga acompañado de su familia, en el mismo escenario donde se había producido el agravio institucional?

¿Dónde queda, entonces, el amor propio personal, cuando ya se ha renunciado al institucional? ¿Qué tipo de vínculo —político, estratégico o emocional— puede explicar un comportamiento tan inusual, tan impropio de la dignidad que debe acompañar al cargo que representa?

Porque, en diplomacia, los gestos nunca son inocentes, y algunos revelan más de lo que los discursos se atreven a confesar.

Si algo deja claro este episodio, es que las preguntas siguen multiplicándose… y las respuestas siguen sin llegar.

 

 

César Valdeolmillos Alonso