Cartas al Director
La historia amputada de la Transición
Cuando se celebra la muerte del dictador, pero se silencia el pacto constitucional que alumbró la democracia, la historia deja de ser memoria y se convierte en propaganda.
“Quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo.”
George Santayana

César Valdeolmillos Alonso | 20.11.2025
El 22 de noviembre de 1975, un hombre joven subía a la tribuna de las Cortes franquistas para jurar las Leyes Fundamentales y ser proclamado Rey de España. Sobre el papel, heredaba unos poderes casi absolutos; en la práctica, estaba a punto de iniciar el proceso que acabaría por desmantelarlos y devolver la soberanía al pueblo español. Cincuenta años después, una parte de la política y del discurso público se empeña en conmemorar la muerte del dictador, pero no el nacimiento de la democracia constitucional que los hizo posibles a ellos mismos. Ese recorte selectivo de la historia no es un olvido: es una elección ideológica.
Hechos: lo que ocurrió el 22 de noviembre de 1975
El 22 de noviembre de 1975, dos días después de la muerte de Franco, Juan Carlos de Borbón era proclamado Rey de España ante las Cortes. No fue un gesto vacío: significó asumir la Jefatura del Estado de un régimen todavía intacto en sus fundamentos jurídicos y en su estructura de poder.
La Ley de Sucesión de 1947 había declarado España “Reino” y facultado a Franco para designar sucesor. La Ley Orgánica del Estado concentraba en la Jefatura del Estado el poder político, administrativo y militar. Juan Carlos heredó ese armazón legal sin modificar ni una coma. La importancia radica en que, en lugar de perpetuarlo, lo empleó para desmontarlo desde dentro.
Cincuenta años después, pretender reducir aquel acto a una mera continuidad del franquismo no solo es falso: es una manipulación que contradice la secuencia documentada de los hechos, en un intento de reescribir la historia.
La monarquía tras Franco: continuidad, ruptura o evolución pactada
A la muerte del dictador, España tenía tres posibles caminos:
La continuidad del régimen tras la muerte de Franco no era una opción viable. El franquismo no descansaba en instituciones estables, sino en la autoridad personal del dictador, cimentada durante décadas en una mezcla de respeto, temor y, para los convencidos, en la fuerza moral de haber ganado la guerra. Sin Franco, el sistema quedaba sin su eje, sin su legitimidad interna y sin su capacidad cohesiva de sus distintas ramas. Pretender continuar el franquismo sin Franco habría sido prolongar artificialmente un régimen agotado, condenado a desmoronarse por falta de sustento político, social e incluso psicológico. La pregunta no era si el sistema iba a caer, sino cómo y en qué condiciones.
La ruptura inmediata y total con la legalidad franquista habría sido aún más peligrosa. Aunque anhelada por parte de la oposición, políticamente equivalía a volver a abrir las fracturas que habían desgarrado a España cuarenta años antes. Una ruptura fulminante habría desatado —de forma inevitable— dinámicas de revancha, ajuste de cuentas y polarización, que algunos todavía hoy intentan instrumentalizar medio siglo después.
Además, habría chocado frontalmente con una parte del Ejército formado durante décadas para defender el régimen y con unas fuerzas de seguridad diseñadas para sofocar cualquier intento de subversión. Pretender una ruptura en tales condiciones no era un camino hacia la democracia, sino una invitación a repetir el pasado, con sus conflictos, sus tensiones y sus consecuencias imprevisibles.
La evolución pactada hacia la democracia fue l camino que finalmente se siguió: utilizar las propias Leyes Fundamentales para desmontarlas desde dentro y desembocar en una Constitución votada libremente por los españoles.
La clave fue la decisión personal del Rey. Podía haber sido un continuador del régimen; eligió ser el impulsor de su transformación. Consciente de ello, empleó su autoridad no para perpetuar su poder, sino para hacer posible una democracia fundada en la soberanía popular.
El Rey, impulsor y garante del cambio
Entre 1975 y 1978, Juan Carlos I actuó como motor y garante de un proceso extremadamente delicado. La transición no habría sido viable sin su respaldo a decisiones que requerían un “árbitro supremo” capaz de tranquilizar a unos y exigir responsabilidad a otros.
Dos episodios lo ejemplifican: La legalización del Partido Comunista, con Santiago Carrillo al frente. Sin la cobertura del Rey, Suárez no habría podido asumir el costo político y militar de semejante paso, y la restauración de la Generalitat, con el retorno de Josep Tarradellas. La Corona sirvió como marco de legitimación y reconciliación.
Aquí el Rey no negocia cada detalle, pero presta lo esencial: su palabra, su firma y su autoridad.
Torcuato Fernández-Miranda: el arquitecto jurídico
La fórmula de Torcuato Fernández-Miranda —“de la ley a la ley a través de la ley”— no fue solo una ingeniosa expresión jurídica: fue la operación más audaz, difícil y decisiva de toda la Transición. Diseñó el mecanismo legal que permitió que las propias Cortes franquistas aprobasen la Ley para la Reforma Política, es decir, que votaran su propia disolución y abrieran la puerta a un Parlamento democrático. Este paso, considerado por todos los historiadores como uno de los obstáculos más complejos del proceso, fue el auténtico punto de inflexión: sin él, la Transición simplemente no hubiera sido posible, al menos no en la forma pacífica, ordenada y consensuada que finalmente conocimos.
Aquel logro extraordinario fue el fruto de un triángulo perfecto: la firme voluntad del Rey Juan Carlos, que asumió el riesgo político y personal de desmontar el régimen desde su cúspide; la inteligencia jurídica de Fernández-Miranda, capaz de convertir un marco autoritario en el puente hacia la democracia, y la habilidad negociadora de Adolfo Suárez, que supo transformar ese diseño teórico en acuerdos reales y viables.
La conjunción de esas tres fuerzas —la visión, el método y la ejecución— fue lo que permitió que España cruzara el umbral histórico más difícil de todos: el paso ordenado de un régimen cerrado a una democracia plena sin ruptura violenta ni vacío de poder.
Sin ese diseño impecable, la transición podría haber descarrilado en cualquier momento.
Adolfo Suárez: el ejecutor audaz
Contra todo pronóstico el Rey nombra a Adolfo Suárez como presidente. Sobre él recayó la tarea de: negociar con la oposición, manejar la presión del Ejército, legalizar partidos, y llevar al país hasta las elecciones de 1977.
El éxito o el fracaso dependía de él, pero la legitimidad del proceso provenía de la Corona.
El protagonista último: el pueblo español
El 6 de diciembre de 1978, la Constitución fue aprobada en referéndum con el 87,9 % de votos afirmativos en toda España, un respaldo inequívoco al nuevo marco político y sorprendentemente el 90,5 % en Cataluña, lo que invalida las tesis políticas que presentan a los catalanes como ajenos al consenso constitucional, cuando fue una de las regiones que más lo abrazó.
Méritos, apropiaciones y silencios
El PSOE, durante décadas, ha tratado de presentarse como eje del retorno de la democracia. La realidad histórica es bien distinta: a diferencia del PCE, el PSOE no tuvo una presencia interior sólida durante el franquismo. Su estructura organizativa real operó fundamentalmente desde el exilio, su papel en la Transición fue notorio, sí, pero nunca decisivo.
Es llamativo que se conmemore la muerte del dictador —un simple hecho biológico— y, en cambio, se silencien el 22 de noviembre de 1975, la Ley para la Reforma Política o el referéndum constitucional, es decir, los hechos políticos que alumbraron la democracia que hizo posible que muchos de los que hoy la denigran y la prostituyen sean precisamente lo que son, y que, sin ella, jamás habrían podido llegar a ser.
Y, sin embargo, los hechos permanecen: Juan Carlos I impulsó el cambio; Torcuato Fernández-Miranda diseñó su arquitectura; Adolfo Suárez ejecutó lo imposible; y el pueblo español ratificó la obra con un voto abrumador.
Cuando la memoria sustituye a la historia
Muchos de quienes hoy pretenden reescribir la historia ni vivieron aquello que dicen recordar. Cuando Franco murió, la mayoría eran niños o directamente no habían nacido. ¿Qué “memoria” personal pueden alegar para justificar sufrimientos que nunca experimentaron? A lo sumo, podrían apelar a la memoria de sus mayores… pero incluso eso resulta, en ocasiones, profundamente contradictorio. Porque algunos de quienes hoy esgrimen una memoria antifranquista heredada provienen de familias donde los abuelos desertaron del bando republicano para integrarse en el nacional, o donde los padres ocuparon cargos relevantes dentro del propio régimen. Pretender ahora erigirse en víctimas de lo que ni vivieron ni padecieron no solo desdibuja la historia: implica, además, renegar públicamente de la propia estirpe, que es la misma a la que debe su prosperidad y su ascenso social. Y ese gesto —más que memoria— revela una profunda hipocresía y una inquietante facilidad para reconstruir el pasado según convenga al presente. Se invoca una memoria que no puede existir para imponer un relato que nunca ocurrió.
La Transición, bajo la guía del Rey Juan Carlos, buscó exactamente lo contrario: mirar al futuro juntos, reconociendo nuestra diversidad y construyendo una convivencia basada en el respeto y la renuncia a la revancha.
La llamada “memoria histórica”, lejos de favorecer ese espíritu, ha terminado por reabrir heridas que el pueblo español ya había cauterizado, dividir lo que la Constitución unió, y enfrentar a generaciones que habían aprendido a vivir en paz.
La memoria política no cura: infecta aquello que la historia ya había sanado.
La tentación de ganar la guerra nueve décadas después
La revisión sesgada del pasado que hoy se impulsa no pretende comprender la historia, sino corregirla, como si fuera posible alterar lo que ya está escrito. En el fondo, es el intento de ganar en el relato una guerra que se perdió hace casi noventa años, y hacerlo a costa de la convivencia que tanto costó reconstruir.
Pero reescribir el pasado no traerá justicia ni concordia. Solo conducirá a fracturas, porque nada nacido de la división puede conducir a un futuro esperanzador.
La Transición española —con sus luces y sombras— fue un pacto admirable que unió a un país herido. Negarla, manipularla o amputarla es traicionar ese pacto y renunciar al mejor legado que los españoles nos hemos dado a nosotros mismos: vivir juntos, con respeto, con diversidad y sin miedo al pasado.
Esa fue la España que quiso construir Juan Carlos I.
Esa fue la España que el pueblo ratificó en 1978.
Y esa es la España cuya memoria —la verdadera, la histórica, no la militante— merece ser defendida.
César Valdeolmillos Alonso