Documentación
El primer mensaje del 
Papa Benedicto XVI
Pronunciado al final de la misa concelebrada junto a los 
cardenales en la Capilla Sixtina 
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 20 abril 2005 (ZENIT.org).- 
Publicamos el primer mensaje del Papa Benedicto XVI, que leyó en latín al final 
de la concelebración eucarística presidida en la mañana de este miércoles en la 
Capilla Sixtina con los miembros del colegio cardenalicio. 
 
* * *
¡Venerados hermanos cardenales, 
Queridos hermanos y hermanas en Cristo, 
hombres y mujeres de buena voluntad! 
1. ¡Gracia y paz en abundancia para vosotros! En mi espíritu conviven en estos 
momentos dos sentimientos contrastantes. Por una parte, un sentido de 
incapacidad y de turbación humana por la responsabilidad ante la Iglesia 
universal que ayer se me confío de sucesor del apóstol Pedro en esta sede de 
Roma. Por otra parte, siento viva en mí una gratitud profunda a Dios que, como 
cantamos en la liturgia, no abandona a su rebaño, sino que lo conduce a través 
de los tiempos bajo la guía de quienes Él mismo ha escogido como vicarios de su 
Hijo y ha constituido pastores (Cf. «Prefacio de los apóstoles» I). 
Queridísimos, este agradecimiento íntimo por un don de la misericordia divina 
prevalece en mi corazón a pesar de todo. Y lo considero como una gracia especial 
que me ha concedido mi venerado predecesor, Juan Pablo II. Me parece sentir su 
mano fuerte que estrecha la mía, me parece ver sus ojos sonrientes y escuchar 
sus palabras que en este momento se dirigen particularmente hacia mí: «¡No 
tengas miedo!». 
La muerte del Santo Padre Juan Pablo II y los días sucesivos han sido para la 
Iglesia y para el mundo entero un tiempo extraordinario de gracia. El gran dolor 
por su desaparición y la sensación de vacío que ha dejado en todos se han 
mitigado gracias la acción de Cristo resucitado, que se ha manifestado durante 
largos días en la oleada de fe, de amor y de solidaridad espiritual, culminada 
en sus exequias solemnes. 
Podemos decirlo: los funerales de Juan Pablo II han sido una experiencia 
verdaderamente extraordinaria en la que se ha percibido en cierto sentido la 
potencia de Dios que, a través de su Iglesia, quiere formar con todos los 
pueblos una gran familia a través de la fuerza unificadora de la Verdad y del 
Amor (Cf. «Lumen gentium», 1). En la hora de la muerte, conformado con su 
Maestro y Señor, Juan Pablo II coronó su largo y fecundo pontificado, 
confirmando en la fe al pueblo cristiano, reuniéndolo en torno a sí y haciendo 
que se sintiera cada vez más unida toda la familia humana. ¿Cómo no sentirse 
apoyados por este testimonio? ¿Cómo no experimentar el aliento que procede de 
este acontecimiento de gracia? 
2. Sorprendiendo todas mis previsiones, la Providencia divina, a través del voto 
de los venerados padres cardenales, me ha llamado a suceder a este gran Papa. 
Vuelvo a pensar en estas horas en lo que sucedió en la región de Cesarea de 
Filipo hace dos mil años. Me parece escuchar las palabras de Pedro:"Tú eres el 
Cristo, el Hijo de Dios vivo", y la solemne afirmación del Señor: «Tú eres 
Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia… A ti te daré las llaves del 
Reino de los Cielos» (Mateo 16, 15-19). 
¡Tú eres el Cristo! ¡Tú eres Pedro! Me parece revivir esa misma escena 
evangélica; yo, sucesor de Pedro, repito con estremecimiento las palabras 
estremecedoras del pescador de Galilea y vuelvo a escuchar con íntima emoción la 
consoladora promesa del divino Maestro. Si es enorme el peso de la 
responsabilidad que cae sobre mis pobres hombros, también es desmesurada la 
potencia divina sobre la que puedo contar: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra 
edificaré mi Iglesia» (Mateo 16, 18). Al escogerme como obispo de Roma, el Señor 
ha querido que sea su vicario, ha querido que sea esa «piedra» en la que todos 
puedan apoyarse con seguridad. A Él le pido que supla la pobreza de mis fuerzas, 
para que sea valiente y fiel pastor de su rebaño, siempre dócil a las 
inspiraciones de su Espíritu. 
Me dispongo a emprender este ministerio peculiar, el ministerio «petrino» al 
servicio de la Iglesia universal abandonado humildemente en las manos de la 
Providencia de Dios. En primer lugar renuevo a Cristo mi adhesión total y 
confiada: «In Te, Domine, speravi; non confundar in aeternum!». 
A vosotros, señores cardenales, con el espíritu agradecido por la confianza que 
me habéis demostrado, os pido que me sostengáis con la oración y con la 
colaboración, constante, activa y sabia. Les pido también a todos los hermanos 
en el episcopado que estén a mi lado con la oración y con el consejo para que 
pueda ser verdaderamente el «Servus Servorum Dei». Como Pedro y los demás 
apóstoles constituyeron por voluntad del Señor un único colegio apostólico, del 
mismo modo el sucesor de Pedro y los obispos, sucesores de los apóstoles tienen 
que estar estrechamente unidos entre ellos, como lo reafirmó con fuerza el 
Concilio (Cf. «Lumen gentium», 22). Esta comunión colegial, si bien en la 
diversidad de papeles y de funciones del romano pontífice y de los obispos, está 
al servicio de la Iglesia y de la unidad de la fe, de la que depende 
notablemente la eficacia de la acción evangelizadora en el mundo contemporáneo. 
Por tanto, quiero proseguir por esta senda en la que han avanzado mis venerados 
predecesores, preocupado únicamente de proclamar al a todo el mundo la presencia 
viva de Cristo. 
3. Tengo ante mí, en particular, el testimonio del Papa Juan Pablo II. Deja una 
Iglesia más valiente, más libre, más joven. Una Iglesia que, según su enseñanza 
y su ejemplo, mira con serenidad al pasado y no tiene miedo del futuro. Con el 
Gran Jubileo se ha adentrado en el nuevo milenio, llevando en las manos el 
Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la autorizada relectura del 
Concilio Vaticano II. El Papa Juan Pablo II presentó justamente ese concilio 
como «brújula» para orientarse en el vasto océano del tercer milenio (Cf. carta 
apostólica «Novo millennio ineunte», 57-58). En su testamento espiritual 
anotaba: «Estoy convencido de que las nuevas generaciones podrán servirse 
durante mucho tiempo todavía de las riquezas que ha ofrecido este Concilio del 
siglo XX» (17.III.2000). 
De modo que, al prepararme también yo al servicio del sucesor de Pedro, quiero 
reafirmar con fuerza la voluntad decidida de proseguir en el compromiso de 
realización del Concilio Vaticano II, siguiendo a mis predecesores y en 
continuidad fiel con la tradición de dos mil años de la Iglesia. Este año se 
celebrará el cuadragésimo aniversario de la conclusión de la asamblea conciliar 
(8 de diciembre de 1965). Con el pasar de los años, los documentos conciliares 
no han perdido su actualidad; al contrario, sus enseñanzas se revelan 
particularmente pertinentes ante las nuevas instancias de la Iglesia y de la 
sociedad actual globalizada. 
4. Mi pontificado inicia de manera particularmente significativa mientras la 
Iglesia vive el año especial dedicado a la Eucaristía. ¿Cómo no percibir en esta 
coincidencia providencial un elemento que debe caracterizar el ministerio al que 
estoy llamado? La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y manantial de la 
misión evangelizadora de la Iglesia, no puede dejar de constituir el centro 
permanente y la fuente del servicio petrino que me ha sido confiado. 
La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue 
entregando por nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y su 
Sangre. De la comunión plena con Él, brota cada uno de los elementos de la vida 
de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso 
de anuncio y testimonio del Evangelio, el ardor de la caridad por todos, 
especialmente por los pobres y los pequeños. 
En este año, por lo tanto, se tendrá que celebrar con relieve particular la 
solemnidad del Corpus Christi. La Eucaristía será el centro de la Jornada 
Mundial de la Juventud en Colonia y en octubre, de la Asamblea Ordinaria del 
Sínodo de los Obispos, cuyo tema será: «La Eucaristía, fuente y cumbre de la 
vida y la misión de la Iglesia». Les pido a todos que intensifiquen en los 
próximos meses el amor y la devoción a Jesús Eucaristía y que expresen con 
valentía y claridad la fe en la esperanza real del Señor, sobre todo mediante la 
solemnidad y la dignidad de las celebraciones. 
Se lo pido de manera especial a los sacerdotes, en los que pienso en este 
momento con gran cariño. El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto 
con la Eucaristía, como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo 
II. «La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, "forma 
eucarística"», escribió en su última carta para el Jueves Santo (n. 1). 
Contribuye a este objetivo sobre todo la devota celebración cotidiana de la 
santa misa, centro de la vida y de la misión del cada sacerdote. 
5. Alimentados y apoyados por la Eucaristía, los católicos no pueden dejar de 
sentirse estimulados a tender a esa plena unidad que Cristo deseó ardientemente 
en el Cenáculo. El sucesor de Pedro sabe que tiene que hacerse cargo de modo muy 
particular de este supremo deseo del divino Maestro. A Él se le ha confiado la 
tarea de confirmar a los hermanos (Cf. Lucas 22, 32). 
Plenamente consciente, por tanto, al inicio de su ministerio en la Iglesia de 
Roma que Pedro ha regado con su sangre, su actual sucesor asume como compromiso 
prioritario trabajar sin ahorrar energías en la reconstitución de la unidad 
plena y visible de todos los seguidores de Cristo. Ésta es su ambición, éste es 
su apremiante deber. Es consciente de que para ello no bastan las 
manifestaciones de buenos sentimientos. Son precisos gestos concretos que 
penetren en los espíritus y remuevan las conciencias, llevando a cada uno hacia 
esa conversión interior que es el presupuesto de todo progreso en el camino del 
ecumenismo. 
El diálogo teológico es necesario. También es indispensable profundizar en los 
motivos históricos de decisiones tomadas en el pasado. Pero lo que más urge es 
esa «purificación de la memoria», tantas veces evocada por Juan Pablo II, la 
única que es capaz de preparar los espíritus para acoger la verdad plena de 
Cristo. Cada quien debe presentarse ante Dios, juez supremo de todo ser vivo, 
consciente del deber de rendirle cuentas un día de lo que ha hecho o no ha hecho 
por el gran bien de la unidad plena y visible de todos sus discípulos. 
El actual sucesor de Pedro se deja interpelar en primera persona por esta 
petición y está dispuesto a hacer todo lo posible para promover la causa 
fundamental del ecumenismo. Tras las huellas de sus predecesores, está 
plenamente determinado a cultivar toda iniciativa que pueda parecer oportuna 
para promover contactos y el entendimiento con los representantes de las 
diferentes iglesias y comunidades eclesiales. A ellos les dirige también en esta 
ocasión el saludo más cordial en Cristo, único Señor de todos. 
6. Regreso con la memoria en este momento a la inolvidable experiencia que hemos 
vivido todos con motivo de la muerte y del funeral por el llorado Juan Pablo II. 
Junto a sus restos mortales, colocados en la desnuda tierra, se recogieron los 
jefes de las naciones, personas de todas las clases sociales, y especialmente 
jóvenes, en un inolvidable abrazo de afecto y admiración. El mundo entero ha 
dirigido hacia él su mirada con confianza. A muchos les pareció que esa intensa 
participación, amplificada hasta los confines del planeta por los medios de 
comunicación social, era como una petición común de ayuda dirigida al Papa por 
parte de la humanidad actual, que turbada por incertidumbres y temores, se 
plantea interrogantes sobre su futuro. 
La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la conciencia de la tarea de volver 
a proponer al mundo la voz de Aquél que dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que 
me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8, 
12). Al emprender su ministerio, el nuevo Papa sabe que su deber es hacer que 
resplandezca ante los hombres y las mujeres de hoy la luz de Cristo: no la 
propia luz, sino la de Cristo. 
Con esta conciencia me dirijo a todos, también a aquellos que siguen otras 
religiones o que simplemente buscan una respuesta a las preguntas fundamentales 
de la existencia y todavía no la han encontrado. Me dirijo a todos con sencillez 
y cariño para asegurarles que la Iglesia quiere seguir manteniendo con ellos un 
diálogo abierto y sincero, en búsqueda del verdadero bien del ser humano y de la 
sociedad. 
Invoco de Dios la unidad y la paz para la familia humana y declaro la 
disponibilidad de todos los católicos a colaborar en un auténtico desarrollo 
social, respetuoso de la dignidad de todo ser humano. 
No escatimaré esfuerzos y sacrificio para proseguir el prometedor diálogo 
emprendido por mis venerados predecesores, con las diferentes civilizaciones, 
para que de la comprensión recíproca nazcan las condiciones para un futuro mejor 
para todos. 
Pienso particularmente en los jóvenes. A ellos, interlocutores privilegiados del 
Papa Juan Pablo II, dirijo mi afectuoso abrazo en espera, si Dios quiere, de 
encontrarme con ellos en Colonia, con motivo de la próxima Jornada Mundial de la 
Juventud. Queridos jóvenes, futuro y esperanza de la Iglesia y de la humanidad, 
seguiré dialogando y escuchando vuestras esperanzas para ayudaros a encontrar 
cada vez con mayor profundidad a Cristo viviente, el eternamente joven. 
7. «Mane nobiscum, Domine!». ¡Quédate con nosotros, Señor! Esta invocación, que 
es el tema señero de la carta apostólica de Juan Pablo II para el Año de la 
Eucaristía, es la oración que brota de modo espontáneo de mi corazón, mientras 
me dispongo a iniciar el ministerio al que me ha llamado Cristo. Como Pedro, 
también yo renuevo a Dios mi promesa de fidelidad incondicional. Sólo quiero 
servirle a Él, dedicándome totalmente al servicio de su Iglesia. 
Como apoyo en el cumplimiento de esta promesa, invoco la materna intercesión de 
María santísima, en cuyas manos pongo el presente y el futuro de mi persona y de 
la Iglesia. Que intercedan también los santos apóstoles Pedro y Pablo y todos 
los santos. 
Con estos sentimientos os imparto, venerados hermanos cardenales, a quienes 
participan en este rito y a cuantos lo siguen mediante la radio y la televisión 
una especial y afectuosa bendición. 
[Traducción del original en latín realizada por Zenit] 
ZS05042001