Los textos litúrgicos proclamados en las celebraciones 
    eucarísticas de estos días nos muestran al Señor, acercándose a los suyos, 
    para hacerles ver que ha resucitado, según estaba anunciado en las 
    Escrituras santas. Estos encuentros ayudan a los discípulos a recuperar la 
    alegría y la paz perdidas, a restablecer la comunión entre ellos, a vencer 
    el miedo y a salir en misión hasta los confines de la tierra, acogiendo el 
    mandato de Jesús: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la 
    creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, 
    será condenado” (Mc. 16, 15-16).
    
    
    Como el Maestro fue enviado por el Padre al mundo, también sus discípulos, 
    la Iglesia toda, son enviados al mundo para anunciar y dar testimonio de 
    Aquél, a quien ellos mismos han reconocido con sus propios ojos después de 
    resucitar de entre los muertos. Desde aquel momento, nadie podrá frenar el 
    ímpetu evangelizador del apóstol Pedro y de los demás discípulos. Lo que 
    ellos han visto deben comunicarlo a todos, porque esta en juego la salvación 
    de la humanidad y, además, es preciso obedecer a Dios antes que a los 
    hombres. “Nosotros, señalan, somos testigos...El nos encargó predicar dando 
    solemne testimonio de su resurrección”.
    
    Esta misión de ser testigos del Evangelio en el mundo, 
    confiada por el Señor a todos los bautizados, incumbe de modo especial a los 
    fieles laicos. Ellos viven en el “corazón del mundo”, es decir, están 
    implicados en todas y cada una de las actividades del mundo y en las 
    condiciones ordinarias de la vida familiar y social. Ahí es donde Dios les 
    llama, les manifiesta su designio y les comunica la particular vocación de 
    buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas 
    según Dios.
    
    
    Nuestro querido Papa Juan Pablo II, recientemente llamado a la casa del 
    Padre, refiriéndose a esta presencia de los laicos en el mundo, decía: “Su 
    vida según el Espíritu se expresa particularmente en su inserción en las 
    realidades temporales y en su participación en las realidades terrenas” (Ch. 
    L. 17). Por eso, los cristianos laicos, al mismo tiempo que participan en 
    las celebraciones sacramentales y en los proyectos evangelizadores de la 
    comunidad cristiana, como ciudadanos de la sociedad “de ningún modo pueden 
    abdicar de su participación en la “política”; es decir, en la multiforme y 
    variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, 
    destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común” (Ch. L. 
    42).
    
    
    Los cristianos, que quieren seguir a Cristo como único Señor de sus vidas, 
    deben tomar conciencia de que, con su presencia y actuación en la vida 
    pública hacen presente a la Iglesia en el mundo y colaboran eficazmente con 
    su compromiso evangélico a la animación y transformación de la sociedad 
    según el espíritu del Evangelio, puesto que la fe que profesan no es algo 
    privado, sino que es constitutiva y esencialmente pública y, por 
    consiguiente, tiene implicaciones políticas.
    
    
    Como consecuencia de la inserción en Cristo, en virtud del sacramento del 
    bautismo, y de la incorporación a la Iglesia, esta presencia evangelizadora 
    de los laicos en la Iglesia y en el mundo no es nunca algo facultativo, sino 
    un deber gozoso y una responsabilidad gloriosa, que cada uno debe asumir 
    como respuesta generosa a la llamada de Dios. Es siempre el Señor, el que 
    llama a todos los bautizados y el que nos envía en misión, fortalecidos con 
    el don del Espíritu Santo, para ser sus testigos hasta los confines de la 
    tierra. Precisamente por esto, sabemos que en la actividad evangelizadora 
    nunca estamos solos. El Señor resucitado, cumpliendo su promesa, precede y 
    acompaña siempre la misión de los evangelizadores, mediante el don del 
    Espíritu Santo, y nos acompañan también con su oración y testimonio los 
    restantes miembros de la comunidad cristiana, puesto que es toda la 
    comunidad la que ha recibido la misión de evangelizar.
    
    La inserción del bautizado en Cristo y el cumplimiento 
    de la misión confiada por El llevan siempre consigo la necesidad de 
    progresar en la conversión personal y en la identificación con las 
    actitudes, criterios y sentimientos del Señor. Todos los cristianos estamos 
    llamados a estar en el mundo, pero sin ser del mundo; somos enviados a 
    compartir nuestra existencia con los restantes miembros de la comunidad 
    humana, pero buscando siempre los bienes de arriba, no los de la tierra. 
    Precisamente por esto tenemos la responsabilidad de mirar el mundo con la 
    mirada de Dios y estamos invitados a establecer relaciones con los hermanos 
    basadas en el amor y el servicio.
    
    
    Los que se confiesan seguidores de Jesucristo deben vivir y actuar siempre 
    iluminados por la Palabra de Dios y guiados por la acción del Espíritu, para 
    anunciar a todos el Reino de Dios y para celebrar su salvación. Si no existe 
    este cambio de vida, fundamentada en Jesucristo y alimentada permanentemente 
    por la fuerza del Espíritu Santo mediante la participación frecuente en las 
    celebraciones sacramentales, difícilmente podremos ser testigos del 
    Resucitado con el testimonio de las obras y con la palabra. ¿Cómo vamos a 
    dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza al mundo de hoy, si no 
    dejamos que la vida y la actuación de Jesucristo orienten e iluminen toda 
    nuestra existencia? Solo desde una actitud de sincera conversión a 
    Jesucristo y desde la acogida de su salvación, se puede hablar a los demás 
    del amor infinito del Padre, de su misericordia entrañable y de la 
    preocupación por los más necesitados. No podemos pretender transformar el 
    mundo, sin buscar previamente la transformación de nuestra propia vida, de 
    nuestros deseos, actitudes y criterios, de acuerdo con los criterios 
    evangélicos.
    
    
    En la actualidad, un buen número de cristianos vive su adhesión a Jesucristo 
    y su pertenencia a la Iglesia con gran alegría, entrega y generosidad, 
    siendo luz y levadura en medio del mundo. Otros, por el contrario, ante las 
    dificultades para el anuncio de la Buena Noticia, tienen miedo a manifestar 
    públicamente su condición de creyentes, se repliegan sobre sí mismos o se 
    centran únicamente en las actividades y proyectos intraparroquiales. Un 
    grupo bastante importante de bautizados, afectados por los criterios de la 
    secularización y por el indiferencia religiosa, han organizado su vida como 
    si Dios no existiese. Algunos, que se confiesan seguidores de Jesucristo y 
    reclaman su pertenencia a la Iglesia, se dejan llevar en sus actuaciones más 
    por criterios ideológicos y políticos que por la fe en Jesucristo. Piensan 
    ingenuamente que la Iglesia sería más valorada socialmente y el Evangelio 
    mejor aceptado, si rebajamos su nivel de exigencia e intentásemos contentar 
    a quienes piensan con criterios mundanos.
    
    Ante esta realidad, muchos cristianos viven desconcertados, desorientados y 
    tienen especiales dificultades para ser consecuentes con su fe y con las 
    exigencias de la misma. Quisieran crecer en su formación cristiana y 
    alimentar su espiritualidad, pero sienten la necesidad del apoyo y de la 
    ayuda de otros hermanos. Cada día se ve con más claridad la necesidad de 
    impulsar el asociacionismo laical en la Iglesia como concreción y expresión 
    de la comunión eclesial, como ayuda para todos aquellos que buscan y piden 
    una formación cristiana y como medio para lograr una presencia significativa 
    de la Iglesia en medio del mundo. Tanto el Concilio Vaticano II, como los 
    documentos posteriores de los Papas y de los Obispos españoles, recomiendan 
    vivamente a todos los miembros de la comunidad cristiana impulsar el 
    asociacionismo laical, pero esto no resulta fácil en nuestros días debido al 
    gran individualismo con el que vive el hombre de hoy.
    
    Conscientes de estas dificultades, los Obispos de la CEAS, con ocasión de la 
    celebración del Día de la Acción Católica y del apostolado seglar, queremos 
    agradecer y felicitar de corazón a los militantes de estas Asociaciones y a 
    los miembros de las demás asociaciones eclesiales por su constancia y su 
    tesón. Al mismo tiempo, sentimos la necesidad de invitaros a renovar el 
    entusiasmo evangelizador y el ardor misionero, respondiendo generosamente a 
    los dones que el Espíritu derrama constantemente en la Iglesia y en vuestros 
    corazones. Acogiendo los dones del Espíritu, como en un nuevo Pentecostés, 
    podréis luchar contra el mal y pregonar la Buena Noticia en todas las 
    culturas, pueblos y naciones. Finalmente, os pedimos que, como homenaje 
    póstumo al Papa Juan Pablo II, meditéis y acojáis con corazón generoso y con 
    espíritu eclesial las últimas consignas que dejó a la Acción Católica en el 
    rezo del Ángelus, celebrado en Loreto, el pasado día 5 de septiembre, con 
    ocasión de la beatificación de tres miembros de la Acción Católica: 
    contemplación para 
    mantener fija la mirada en Cristo, único Maestro y Salvador de todos;
    comunión para 
    promover la unidad con los pastores, con las demás asociaciones y con todos 
    los miembros de la Iglesia; 
    misión para que llevéis el Evangelio como Palabra de 
    esperanza y de salvación para el mundo.
     
    
    Contad siempre con nuestra oración, apoyo y 
    bendición. 
     
    Comisión 
    Episcopal de Apostolado Seglar
    
    Presidente
    † Mons. Julián Barrio Barrio, Arzobispo de Santiago de 
    Compostela
    
    Vicepresidente
    † Mons. Juan Antonio Reig Plá, Obispo de Segorbe-Castellón
    Vocales
    † Mons. Francisco Javier Martínez Fernández, Arzobispo 
    de Granada
    † Mons. Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos
    † Mons. Antonio A. Algora Hernando, Obispo de Ciudad Real
    † Mons. Atilano Rodríguez Martínez, Obispo de Ciudad Rodrigo
    † Mons. José A. Sáiz Meneses, Obispo de Terrassa
    † Mons. Francisco Cases Andreu, Obispo de Albacete