Fe y Obras

De cómo Dios nos da oportunidades: Cuaresma

 

 

28.02.2014 | por Eleuterio Fernández Guzmán


No podemos negar que el ser humano, por mucho que se pretenda decir otra cosa, es pecador.

Lo que el hombre hace a lo largo de su vida está repleto de momentos en los que mejor no hubiera caído pues es demasiado débil la carne y tiene tendencia acusada a la dispersión material y espiritual.

Alguno podría pensar que vistas así las cosas es difícil que el hombre se salve.

En realidad es así pues es Dios quien salva al hombre.

Sin embargo, el ser humano, creación del Creador y semejanza suya, como diría San Agustín, tiene mucho que decir en su propia salvación. Es más, diría el de Hipona, no se salva sin su propia voluntad de ser salvado.

Es cierto, pues, aquello de “Dios, que te creó sin ti, no se salvará sin ti”.

Entonces… sabemos que el hombre es pecador (que se lo digan a nuestros primeros Padres Adán y Eva), que necesita salvarse y que él mismo puede hacer mucho para su propia salvación.

¿Qué hace Dios, al respecto?

Lo que el Creador hace por nosotros es lo que siempre ha hecho desde que pensó que su semejanza había sido una creación “muy buena” y, luego, descansó: nos da instrumentos espirituales para colaborar en nuestra salvación.

Ahora, además (y por eso mismo), empieza un tiempo espiritual muy fuerte y muy bueno para este particular caso: la Cuaresma.

No es poco cierto que cuando se nos impone la ceniza el sacerdote dice dos cosas muy importantes que tienen que ver con el llevar una vida espiritual digna de ser así llamada.

En el momento crucial de dejar la ceniza en nuestra frente (o cabeza, pues de todo hay) dice (al menos eso tiene oído quien esto escribe) “convertíos y creed en el Evangelio” o, en singular “conviértete y cree en el Evangelio”.

Aquí, pues, está la clave de nuestra salvación eterna y de procurar la mitigación de las manchas con las que no debemos presentarnos ante el tribunal de Dios si es que no queremos que la sentencia sea muy perjudicial para nuestra vida eterna.

Nos convertimos o, mejor, confesamos nuestra fe, cuando caemos en la cuenta de que, en efecto, la tenemos. Darse cuenta, en tal momento de darse cuenta, es automáticamente lo que nos produce la sensación de maldad en nuestras acciones u omisiones.

Confesión. Entonces necesitamos confesar los pecados y procurar, para nosotros, el perdón de tantos pecados como cometemos a sabiendas e, incluso, sin saberlo por falta de conciencia sobre lo que supone la Ley de Dios.

Por eso el tiempo de Cuaresma es un tiempo de arrepentimiento pues no ha de haber muchas personas que sean capaces de tirar la primera piedra a quien crean pecador…

Tiempo de arrepentimiento y de preparación para la Pascua de Nuestro Señor Jesucristo y para nuestra propia Pasión de reconocedores de nuestros pecados y de nuestro propio Huerto de los Olivos: que no sea nuestra voluntad, Padre, sino la tuya…

Y la de Dios, su santa voluntad, sólo puede ser que estemos a la suya o, lo que es lo mismo, que nos atengamos a lo que sabe que es mejor para nosotros. Y por eso nos ofrece una oportunidad, otra más, de que nos digamos que somos pecadores y que necesitamos la conversión, venir a ser otros alejados del mundo y sus mundanidades y más otros Cristos, el mismo Cristo.

Dios es bueno y misericordioso pero, ¡Ay!, también es justo y tal justicia nos impele a no presentarnos ante Él con suciedades en el alma. Por eso este tiempo que empieza el miércoles de ceniza, es ideal para lavar nuestras manchas en la sangre del Cordero que hace siglos entregó, en una Cruz, por nosotros.

No será que no lo viene advirtiendo el Creador desde que nos creó: quien crea y se convierta, se salvará…

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net